“El que escucha a su Vicario, escucha a Cristo”
Confiamos plenamente en la obediencia de todos ustedes, Venerables Hermanos: efectivamente no hace poco tiempo que conocemos la piedad iluminada y la obediencia sincera de todos ustedes hacia los superiores. Si no nos diera seguridad la constante moderación de ustedes, temeríamos una sola cosa: que aquellos que no aprobaron nunca la doctrina condenada ostentaran con jactancia su triunfo, y aquellos en cambio que de alguna manera la han defendido, pensaran que han sido afectados injustamente. No hay razón para que los primeros se gloríen injusta y temerariamente por un triunfo: cantarían un triunfo del todo ficticio, porque en esta manifestación de la verdad no ha sido un agudo razonamiento del hombre que ha vencido, sino la verdad, más bien el mismo Cristo; y ciertamente es sólo Cristo quien triunfa en la obediencia de todos.
Por otra parte no entendemos cómo puedan sentirse de algún modo tildados de ignominia los otros: además del hecho que algo similar ya le ha sucedido a hombres también de primer orden, que no han sido señalados por esto por alguna nota de reprobación, estos Sacerdotes nuestros, que de algún modo adherían a las doctrinas de Antonio Rosmini, estaban ya dispuestos a abandonarlas de inmediato tras una señal de la Iglesia, y ya antes habrían confirmado concretamente su disposición de ánimo, si la Iglesia hubiese hablado antes (…).
Estando así las cosas, no hay motivos para que algunos, movidos por una vanidad fuera de lugar, desprecien, o peor, escarnezcan a los demás; mientras para aquellos que profesaron primero la doctrina ahora reprobada no existe ninguna razón para que se sientan ofendidos, debido a que, renunciando al mensaje de la doctrina proscripta, aceptan con docilidad el juicio de la Sede Apostólica.
Por lo tanto, depuesta toda animosidad, todos juntos gocen porque finalmente la verdad se ha esclarecido: gocen aquellos que jamás profesaron esa doctrina, porque ven la sólida confirmación de su opinión; los que habían adherido gocen todavía más, porque se ven liberados totalmente de todo peligro de error en el cual habían comenzado a incurrir.
No existe, por lo tanto, ninguna razón por la cual un verdadero hijo de la Iglesia se aleje del deber de una perfecta sumisión. Reciban todos con reverencia el decreto, sometiendo su inteligencia en obediencia a Cristo, sabiendo bien que el que escucha a su Vicario, escucha a Cristo. Cada uno haga propio el propósito del celebérrimo Mons. Fenélon, que en una circunstancia similar decía: “Preferiría morir antes que sostener o defender directa o indirectamente una doctrina reprobada o proscripta por la Santa Sede Apostólica: a mí sólo me queda someterme interna y externamente: ésta es mi dignidad, mi fama, mi gloria y mi orgullo para siempre”.
Aquí no hay que hacer ninguna distinción, no hay nada que defender fuera de la perfecta obediencia y de la humilde sumisión del corazón y de la palabra a la Santa Iglesia, así la posteridad recordando esta larga controversia, deba reconocer, para alabanza de nuestro pueblo que tanto los sacerdotes como los laicos en esta circunstancia buscaron una sola gloria, un único honor, es decir, el de sentir y juzgar, reprobar y proscribir lo que la Sede Apostólica ha sentido y juzgado, ha reprobado y proscrito.
Fuente/Autor: de UNA VOZ VIVA