“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

GOETHE
¿QUÉ BUSCÁIS?
01/27/2020
LA VOCACIÓN DE MATEO
01/27/2020

Rincón Vocacional

Ser sacerdote hoy.

27 de enero de 2020

Cincuenta años de sacerdocio no son pocos. ¡Cuántas cosas han sucedido en este medio siglo de historia! Han surgido nuevos problemas, nuevos estilos de vida, nuevos desafíos. Viene espontáneo preguntarse: ¿qué supone ser sacerdote hoy, en este escenario en continuo movimiento mientras nos encaminamos hacia el tercer Milenio?

No hay duda de que el sacerdote, con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. El Concilio ha mostrado como es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena fidelidad a la Palabra de Dios y a la Tradición. Pero más allá de la debida renovación pastoral, estoy convencido de que el sacerdote no ha de tener ningún miedo de estar “fuera de su tiempo”, porque el “hoy” humano de cada sacerdote está insertado en el “hoy” de Cristo Redentor. La tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día este “hoy” suyo sacerdotal en el “hoy” de Cristo, aquel “hoy” del que habla la Carta a los Hebreos. Este “hoy” de Cristo está inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote. “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre” (Hb 13,8). Así pues, si estamos inmersos con nuestro “hoy” humano y sacerdotal en el “hoy” de Cristo, no hay peligro de quedarse en el “ayer”, retrasados… Cristo es la medida de todos los tiempos. En su “hoy” divino-humano y sacerdotal se supera de raíz toda oposición -antes tan discutida- entre el “tradicionalismo” y el “progresismo”.

Las aspiraciones profundas del hombre

Si se analizan las aspiraciones del hombre contemporáneo en relación con el sacerdote se verá que, en el fondo, hay en el mismo una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto -lo que necesita a nivel económico, social y político- lo puede pedir a muchos otros. ¡Al sacerdote se le pide Cristo! Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra. Los presbíteros -enseña el Concilio- “tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios” (Prebyterorum Ordinis, 4). Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús, especialmente en el misterio eucarístico, corazón palpitante de la Iglesia y de la vida sacerdotal. Es un misterioso y formidable poder el que el sacerdote tiene en relación con el Cuerpo eucarístico de Cristo. De este modo es el administrador del bien más grande de la Redención porque da a los hombres el Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado, sino sobre todo la necesidad más profunda del alma.

Ministro de la misericordia

Como administrador del sacramento de la Reconciliación, el sacerdote cumple el mandato de Cristo a los Apóstoles después de su resurrección: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). ¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! ¡Qué importante es en su vida el servicio en el confesionario! Precisamente en el confesionario se realiza del modo más pleno su paternidad espiritual. En el confesionario cada sacerdote se convierte en testigo de los grandes prodigios que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la conversión. Es necesario, no obstante, que todo sacerdote al servicio de los hermanos en el confesionario tenga él mismo la experiencia de esta misericordia de Dios a través de la propia confesión periódica y de la dirección espiritual.

Administrador de los misterios divinos, el sacerdote es un especial testigo del Invisible en el mundo. En efecto, es administrador de bienes invisible e inconmensurables que pertenecen al orden espiritual y sobrenatural.

Un hombre en contacto con Dios

Como administrador de tales bienes, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios. “¡ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria”. La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre es como elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido el profeta Isaías. Y precisamente de esa visión profética se hace eco la liturgia eucarística: Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis.

Al mismo tiempo, el sacerdote vive todos los días, continuamente, el descenso de esta santidad de Dios hacia el hombre: benedictus qui venit in nomine Domini. Con estas palabras las multitudes de Jerusalén aclamaban a Cristo que llegaba a la ciudad para ofrecer el sacrificio por la redención del mundo. La santidad trascendente, de alguna manera “fuera del mundo” llega a ser en Cristo la santidad “dentro del mundo”. Es la santidad del Misterio pascual.

Llamado a la santidad

En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. En esta perspectiva se comprende también la especial conveniencia del celibato. De aquí surge la particular necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la santidad de Dios y al mismo tiempo es la respuesta a esta santidad. He escrito en una ocasión: ”La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración”. Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostó1ico. Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez mas secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo los jóvenes, esperan un guía así. ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un testigo auténtico!

La cura animarum

En mi ya larga experiencia, a través de situaciones tan diversas, me he afianzado en la convicción de que sólo desde el terreno de la santidad sacerdotal puede desarrollarse una pastoral eficaz, una verdadera “cura animarum”. El auténtico secreto de los éxitos pastorales no está en los medios materiales, y menos aún en la “riqueza de medios”. Los frutos duraderos de los esfuerzos pastorales nacen de la santidad del sacerdote. ¡Este es su fundamento! Naturalmente son indispensables la formación, el estudio y la actualización; en definitiva. una preparación adecuada que capacite para percibir las urgencias y definir las prioridades pastorales. Sin embargo, se podría afirmar que las prioridades dependen también de las circunstancias, y que cada sacerdote ha de precisarlas y vivirlas de acuerdo con su obispo y en armonía con las orientaciones de la Iglesia universal. En mi vida he descubierto estas prioridades en el apostolado de los laicos, de modo especial en la pastoral familiar -campo en el que los mismos laicos me han ayudado mucho-, en la atención a los jóvenes y en el diálogo intenso con el mundo de la ciencia y de la cultura. Todo esto se ha reflejado en mi actividad científica y literaria. Surgió así el estudio Amor y responsabilidad y, entre otras cosas, una obra literaria: El taller del orfebre, con el subtítulo Meditaciones sobre el sacramento del matrimonio.

Una prioridad ineludible es hoy la atención preferencial a los pobres, los marginados y los emigrantes. Para ellos el sacerdote debe ser verdaderamente un “padre”. Ciertamente los medios materiales son indispensables, como los que nos ofrece la moderna tecnología. Sin embargo, el secreto es siempre la santidad de vida del sacerdote que se expresa en la oración y en la meditación, en el espíritu de sacrificio y en el ardor misionero. Cuando pienso en los años de mi servicio pastoral como sacerdote y como obispo, más me convenzo de lo verdadero y fundamental que es esto.

Hombre de la Palabra

Me he referido ya al hecho de que para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la “nueva evangelización”, se ve aún más esta urgencia.

Después de tantos años de ministerio de la Palabra, que especialmente como Papa me han visto peregrino por todos los rincones del mundo, debo dedicar algunas consideraciones a esta dimensión de la vida sacerdotal. Una dimensión exigente, ya que los hombres de hoy esperan del sacerdote antes que la palabra “anunciada” la palabra “vivida”. El presbítero debe “vivir de la Palabra”. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar también intelectualmente preparado para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente. En nuestra época, caracterizada por un alto nivel de especialización en casi todos los sectores de la vida, la formación intelectual es muy importante. Esta hace posible entablar un diálogo intenso y creativo con el pensamiento contemporáneo. Los estudios humanísticos y filosóficos y el conocimiento de la teología son los caminos para alcanzar esta formación intelectual, que deberá ser profundizada durante toda la vida. El estudio, para ser auténticamente formativo, tiene necesidad de estar acompañado siempre por la oración, la meditación, la súplica de los dones del Espíritu Santo: la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Santo Tomás de Aquino explica como, con los dones del Espíritu Santo, todo el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios, a la luz del conocimiento y tambienéa la inspiración del amor. La súplica de los dones del Espíritu Santo me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta ahora.

Profundización científica

Ciertamente, como enseña el mismo Santo Tomás, la “ciencia infusa”, que es fruto de una intervención especial del Espíritu Santo, no exime del deber de procurarse la “ciencia adquirida”.

Por lo que a mí respecta, como he dicho antes, inmediatamente después de la ordenación sacerdotal fui enviado a Roma para perfeccionar los estudios. Más tarde, por decisión de mi obispo, tuve que ocuparme de la ciencia como profesor de ética en la Facultad teológica de Cracovia y en la Universidad Católica de Lublin. Fruto de estos estudios fueron el doctorado sobre San Juan de la Cruz y después la tesis sobre Max Scheler para la enseñanza libre: más en concreto, sobre la aportación que su sistema ético de tipo fenomenológico puede dar a la formación de la teología moral. Debo verdaderamente mucho a este trabajo de investigación. Sobre mi precedente formación aristotélico-tomista se injertaba así el método fenomenológico, lo cual me ha permitido emprender numerosos ensayos creativos en este campo. Pienso especialmente en el libro “Persona y acción De este modo me he introducido en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha tenido repercusión en los frutos pastorales. A menudo constato que muchas de las reflexiones maduradas en estos estudios me ayudan durante los encuentros con las personas, individualmente o en los encuentros con las multitudes de fieles con ocasión de los viajes apostó1icos. Esta formación en el horizonte cultural del personalismo me ha dado una conciencia más profunda de cómo cada uno es una persona única e irrepetible, y considero que esto es muy importante para todo sacerdote.

El diálogo con el pensamiento contemporáneo

Gracias a los encuentros y coloquios con naturalistas, físicos, biólogos y también con historiadores, he aprendido a apreciar la importancia de las otras ramas del saber relativas a las materias científicas, desde las cuales se puede llegar a la verdad partiendo de perspectivas diversas. Es preciso, pues, que el esplendor de la verdad -Veritatis Splendor- las acompañe continuamente, permitiendo a los hombres encontrarse, intercambiar las reflexiones y enriquecerse recíprocamente. He traído conmigo desde Cracovia a Roma la tradición de encuentros interdisciplinares periódicos, que tienen lugar de modo regular durante el verano en Castel Gandolfo. Trato de ser fiel a esta buena costumbre.

“Labia sacerdotum scientiam custodiant…” (cf. Ml 2, 7). Me gusta recordar estas palabras del profeta Malaquías, citadas en las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima, porque tienen una especie de valor programático para quien está llamado a ser ministro de la Palabra. Este debe ser verdaderamente hombre de ciencia en el sentido más alto y religioso del término. Debe poseer y transmitir la “ciencia de Dios” que no es sólo un depósito de verdades doctrinales, sino experiencia personal y viva del Misterio, en el sentido indicado por el Evangelio de Juan en la gran oración sacerdotal: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (17, 3).

Cómo habla Dios en la Sagrada Escritura, fragmento del libro “Pedro junto al mar” de Anthony Bannon LC

Fuente/Autor: Anthony Bannon

Comments are closed.