Introducción
Cada vez que leo en los periódicos sobre ciertos especuladores que hacen verdaderas redadas de esclavos blancos para empujarlos lejos de su tierra, prometiendo fáciles y grandes ganancias; y cuando por las cartas de amigos me doy cuenta que a los migrantes se les asignan los trabajos más bajos
que millares de nuestros hermanos viven sin defensa de su patria lejana, sin el consuelo de una palabra de amigo, entonces, lo reconozco, una llamarada de rubor me sube al rostro, me siento humillado en mi calidad de obispo y de italiano, y me pregunto otra vez: ¿Cómo ayudarles?
¿Cómo ayudarles?
Esta pregunta nos introduce en el corazón de Scalabrini, en su actitud tendida hacia el otro, sean personas, sean acontecimientos de la iglesia o de la sociedad civil. Dentro de los muchos títulos que podría dar a Scalabrini, personalmente lo defino como el hombre puente, arqueado a lo largo de toda su vida sobre Dios y la historia. Por ironía podemos afirmar que el Padre de los migrantes no conocía el concepto de ajeno: se sintió interpelado desde los compañeros pobres de su infancia hasta los nobles decaídos y las arroceras de las diócesis cercanas. Es el Obispo revestido de diaconía, hecho sacramento del servicio, o parafraseando la parábola del Buen samaritano, es el hombre que hizo de su vida un camino que bajaba de Jerusalén a Jericó.
Scalabrini, hombre y ciudadano
Profundamente hijo de su tiempo, anclado a la cultura italiana de la segunda mitad del siglo XIX y en la eclesiología del Vaticano I, Scalabrini se halló en medio de acontecimientos religiosos políticos y sociales que él asumió como huellas del caminar de Dios en nuestra historia. Ciudadano de un estado italiano que iba construyéndose y al mismo tiempofue pastor de su rebaño en la iglesia que peregrinaba en Piacenza.
Siempre en una de estas visitas pastorales queda sin respuesta delante de un serrano, cuando este con su familia le pide la bendición para la travesía del océano y le desnuda la triste realidad de tener que escoger entre robar o emigrar.
En su primera Carta pastoral define su actitud: Conciente de estar llamado al martirio del episcopado, es decir a las fatigas, asperidades y angustias, considero dulce el peso del día y gasto más que mí mismo por las almas de mi rebaño. (1876). Con esta actitud, unida a una dimensión contemplativa que lo hace enamorado de la Eucaristía, Scalabrini se convierte en centinela del Reino, en constante discernimiento de los signos del mismo y llega a convertirse en el samaritano de todo desdichado. Los migrantes se convierten así en su kairós, en evento salvífico, donde él se encuentra con el Cristo del camino.
El drama de los migrantes de la II mitad del siglo XIX y comienzo del siglo XX, donde Italia expulsa el 50% de su población total, era un fenómeno a la vista de todos. No había región de Italia que no llevara las heridas abiertas de la migración y podemos afirmar que no había Obispo que no se topara en su camino con un migrante. Lo que hizo la diferencia en Scalabrini fue la decisión de hacerse samaritano de esta gente, de considerarla su prójimo y de sentirse interpelado como hombre ciudadano y como hombre religioso. Su respuesta se articula por toda su vida y en la de su Congregación sobre estos ejes: sociedad e iglesia.
Hace pocos días, un joven me traía el saludo de varias familias de nuestros diocesanos instalados a orillas del Orinoco: Diga a nuestro Obispo que recordamos siempre sus consejos, que rece por nosotros y nos mande un sacerdote porque aquí se vive y se muere como bestias…! Ese saludo de los hijos lejanos me hizo un reproche.
(continúa)
– Padre Flor María Rigoni
Fuente/Autor: Padre Flor María Rigoni