“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

GOETHE
Jesús, poniendo en él los ojos, le amó
01/27/2020
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01/27/2020

Rincón Vocacional

La vocación y las pruebas

27 de enero de 2020

Naturalmente, no siempre la elección que hacen los hijos jóvenes será del agrado de los padres. Esto sucede con todo tipo de elecciones: desde la ropa que usan, o la carrera que estudian, hasta la esposa que eligen. Hay diferencias de formación, de ambiente, de carácter y gustos. “Tres cosas me son difíciles de comprender –se lee en el libro de los Proverbios– y la cuarta la ignoro por completo: el camino del águila en los aires, el de la culebra sobre la piedra, el de la nave en alta mar y el del hombre en su mocedad” (XXX. 18, 19). Pero en este caso, se suma una diferencia decisiva: esta elección no es el fruto de un capricho, sino la respuesta a una llamada concreta de Dios.

Los padres tienen derecho –y obligación– a aconsejar a sus hijos sobre la cuestión más decisiva de su existencia. Deberán meditar ese consejo en la intimidad de su oración, para que nazca del deseo de agradar a Dios y no de un sentimiento puramente humano; para que se dirija a la gloria de Dios y no a la propia satisfacción personal; para que redunde en beneficio de sus hijos y de su propia alma, y no se convierta en un peso que marque la existencia de sus hijos y comprometa gravemente su conciencia.

Y los hijos, si son jóvenes, tienen obligación de escuchar y de ponderar detenidamente los consejos de los padres en esta materia. No tienen obligación de seguirlos, pero sí de valorarlos debidamente, sobre todo cuando no proceden del prejuicio o del egoísmo, sino de un deseo de ayudarles a cumplir la voluntad de Dios.

¿Tienen los padres derecho a “probar” la consistencia de esa nueva vocación? Desde luego, siempre que se respete la libertad del hijo; y siempre que se haga de acuerdo con un sacerdote piadoso y prudente que conozca a su hijo y que se presuma, razonablemente, que esa decisión es el fruto pasajero y momentáneo de una emoción.

Pero hay que tener cuidado con esas “pruebas” sobre algo tan crucial y decisivo en la vida de un hombre. Como decía con humor Eugenio D’Ors a un camarero que le derramó sin querer sobre la chaqueta un finísimo champán, “los experimentos es mejor hacerlos con gaseosa”. Porque, a pesar de “la buena voluntad”, en muchos casos esas pruebas experimentales suelen salir mal y pueden acaban abortando una vocación. Los padres se ponen entonces en peligro de ofender gravemente al Señor, de perder la paz, y de comprometer su alma. Se pueden aplicar aquí los viejos versos de Cervantes referidos al honor de la mujer: “que es de vidrio la mujer pero no debes probar si se puede o no quebrar que todo podría ser”.

¿En qué puede consistir una “prueba razonable”? En no dar demasiadas facilidades desde el primer momento; en no tomar en serio todo lo que el hijo propone, hasta que éste lo formule con la necesaria entereza que demuestre su voluntad decidida. Y sobre todo, en rezar y hacer rezar. En mortificarse para ver clara la voluntad de Dios para ese hijo, para acertar en la actitud y en el consejo conveniente en cada caso, en cada momento. En definitiva, en ayudarle a buscar juntos la Voluntad de Dios, enreciando sus disposiciones y fortaleciendo su ánimo.

Todo esto debe tener en cuenta el carácter y el talante del propio hijo, sin coaccionarlo gravemente o ponerlo en una situación que rozara lo heroico, sin exagerarle las dificultades del celibato frente a las del matrimonio, asustándole con la posibilidad de una futura defección (como si esa posibilidad no se diese en todos los estados) o pintándole el matrimonio como un camino de rosas. Esa actitud, que cae en el extremo contrario de los que opinan que “se llama santo al matrimonio porque cuenta con innumerables mártires”, olvida que lo importante no es elegir un estado u otro, sino elegir aquel para el que llama Dios.

Esto no es fácil y suele venir acompañado de lágrimas. Y así sucede en todas las elecciones humanas. ¿Qué madre no llora, aunque muchas veces no afloren las lágrimas, cuando sus hijos se casan, por muy contentos que estén con su decisión?

La madre de San Francisco de Sales también lloró, como tantas y tantas madres, al conocer la decisión de su hijo de entregarse a Dios; no sabía si eran lágrimas de alegría o de dolor, porque ella se lo había ofrecido a Dios antes de que naciera, como tantas y tantas madres…

Pero Francisco de Boisy, su marido, no sabía nada de nada; y le tenía preparado, como es natural, un magnífico partido a su hijo: una jovencita llamada Francisca de Veigy que era, nada más y nada menos, la hija del consejero del Duque de Saboya. Aunque algo se sospecharía el Señor de Sales de la inclinación de su hijo hacia el sacerdocio, Francisco no había dicho nada en casa porque, ay, tenía una virtud que, en su exageración, rayaba con el defecto: no sabía decir que no: “¿Qué queréis? –confesaba– Mi carácter me lleva a la condescendencia. Encuentro la palabra ’no’ tan cruda para el prójimo, que no me atrevo a pronunciarla cuando se me pide algo razonable… Jamás contradigo a nadie”. Y no pudo –o no supo– decir que no cuando su padre le habló de matrimonio: prefirió callarse y dar evasivas: “más adelante, ya veremos…”

Su madre y un primo suyo, que era canónigo, estaban dispuestos a ayudarle en el momento oportuno, pero… ¿quién se enfrentaba con su padre, que decía por todas partes “que la cosa ya estaba hecha”. Tan hecha que, aunque Francisco seguía dando largas, no pudo evitar la visita de los señores de Boisy a la familia de Veigy, para presentarle a la señorita agraciada. Francisco hizo lo que pudo: reconoció que era “una señorita de buena cuna, modesta y devota” pero no esbozó ni una sola sonrisa durante la entrevista. Su padre lo fulminaba con la mirada. Cuando acabó todo estalló la tormenta: el padre pidió explicaciones y Francisco dijo un “no” tajante, irreductible, e insospechado “en un hijo que no decía nunca a nada que no”… “¿Pero quién te ha metido esa idea en la cabeza? –gritaba su padre– ¡Una elección de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!”, insistía furioso. La señora de Boisy callaba. Pero Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y otra. De vez en cuando, la señora de Boisy sugería tímidamente: “Ay, será mejor permitirle a este hijo que siga la voz de Dios. Si no, va a hacernos como San Bernardo de Menthon; se nos escapará…”.

Pero los señores de Sales, buenos cristianos, amaban la Voluntad de Dios. Y al final, después de un tiempo prudente, el viejo caballero cedió: “Pues adelante hijo mío, haz por Dios lo que dices que El te inspira”. Y la señora de Boisy volvió a llorar: dicen los hagiógrafos que “se esforzaba en poner buena cara; pero al fin le fue imposible; retirose a su gabinete y, con largas lágrimas, empañó el brillo de sus ojos”.

Sin embargo, en algunas ocasiones no se puede llamar “prueba” a lo que es una coacción violenta llevada a cabo por padres que se niegan ante una exigencia que les supone esfuerzo (un esfuerzo no mayor, en tantas ocasiones, que el que les supondría la elección de otro estado). “Cuando mi madre supo mi resolución –escribe San Juan Crisóstomo– me tomó de la mano, me llevó a su habitación, y habiéndome hecho que me sentase junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas más amargas que su llanto”. En aquella ocasión, Juan cedió. Si no llega a ser por un amigo, que lo convenció posteriormente, aquellas lágrimas hubiesen abortado su vocación.

Porque, además del riesgo de coaccionar la libertad del hijo, de hacer sufrir a todos, y –lo que es más importante– de ofender a Dios, esas pruebas desorbitadas y esos gestos de fuerza paternos suelen salir mal. El padre de Luis Gonzaga puso todas las dificultades imaginables, mientras se repetía, viendo la piedad de su hijo: ¡mi hijo no será fraile! Hizo que se lo llevaran a Florencia para que sirviese de paje al gran duque Francisco de Médicis. Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo. Pero el joven Luis volvió a su hogar, en Castiglione, tan decidido como salió. Para D. Fernando Gonzaga, peor que como salió: le comunicó entonces su decisión inquebrantable de entregarse a Dios.

Volvió a probar; y esta vez lo envió a la Corte del rey de España, que estaba en todo su esplendor. Allí lo tuvo tres años. Esperaba que a la vuelta se le hubiese olvidado todo. Pero a la vuelta, en 1584, Luis declaró que quería ingresar en la Compañía de Jesús. Tenía dieciséis años. Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo, que cayó enfermo. Don Fernando tenía “otros planes”. Y Luis sólo quería seguir los planes de Dios. Don Fernando no cedía: lo volvió a enviar a las cortes de Mantua, Ferrara, Parma y Turín… hasta que descubrió que había estado luchando contra un querer de Dios.

Algo parecido le sucedió a Pedro Bernardone: no estaba dispuesto a que su hijo Francisco hiciese más locuras, que eran la comidilla de todo Asís. Pero la gota que colmó el vaso fue que un día entró en casa, cogió varios lienzos de su almacén, los cargó en una mula, se fue a Foligno, los vendió –no sólo los paños, la mula incluso– y entregó el importe a un clérigo de la iglesia de San Damián. Todo porque decía que había oído: “Francisco, repara mi casa”. Estaba harto de verlo llegar a casa medio desnudo porque había dado a los pobres la capa, el sombrero y la camisa. ¡Precisamente su hijo, el hijo de uno de los mercaderes en paños más ricos de Umbría! Así que se presentó en la sede arzobispal y exigió que le devolvieran su dinero. Francisco se presentó también, escuchó la petición de su padre… y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose sólo con una faja de cerdas a la cintura.

Siglos más tarde, Margarita Occiena se encontró con el mismo problema. Y eso que ella lo había dado todo por su hijo: un día le había pedido que atendiese a los chicos que acudían a él, sus biricchini, y ella había dicho: “Si esa es la voluntad de Dios cuenta conmigo”; había dejado su casa de I Becchi y se había ido al barrio pobre de Turín en el que vivía su Giovanni, llevando en un gran cesto todo lo que tenía, que era poco, y sosteniendo con una mano una sarta de ollas y sartenes. Y estaba ya anciana y agotaba por una vida de sufrimientos. Se lo había dado todo: su dinero, incluso su traje de novia, con el que le había hecho una casulla. Incluso su anillo de prometida. No le quedaba nada. Pero su hijo… su hijo no tenía límites: un día se trajo a dos maleantes a dormir, y por si fuera poco los abrigó con mantas y sábanas. Naturalmente no los volvieron a ver: ni a los maleantes, ni a las mantas ni a las sábanas. Se echó a llorar. Giovanni le aseguró que jamás traería a más pobres a dormir a casa.

Pero Margarita había aprendido de su hijo a no poner límites al amor. Y pocos días después se le presentó en casa un niño andrajoso. Eran los días de Navidad. Se le olvidó de pronto todo lo que le había dicho a su hijo, tomó al pobre niño, le dio de comer y lo metió en su propia cama. Y luego llegaron más y más: años más tarde serían 2000 biricchini. Y así nació, alentada por su mano maternal, la familia salesiana de San Juan Bosco.

Fuente/Autor: José Miguel Ceja

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