De los Escritos y Discursos de Juan Bautista Scalabrini.
Hay momentos en la vida del hombre tan solemnes, tan llenos de suave y profunda emoción que es imposible imaginar si no se prueban, y una vez probados no se olvidan más. Y uno de ellos fue cuando desde este mismo templo pocos meses atrás bendecía al primer grupo de esos generosos que desposados con la pobreza de Cristo, abandonaron lo más querido que tenían en el mundo y volaron ansiosos a socorrer a nuestros emigrados al otro lado del Océano. Hoy ese conmovedor espectáculo se renueva. El latido del corazón, les confieso, por la fe me parece más fuerte y vigoroso, la infinita caridad de Dios me ensancha el pecho, mi mente se sublima con la vista y el deseo del apostolado y apretando sobre el pecho la Cruz de oro del Obispo, casi me quejo dulcemente con Jesús que me haya negado un día la cruz de madera del Misionero y no puedo contenerme de expresarles a ustedes, jóvenes Apóstoles de Cristo, la más alta veneración y sentir por ustedes una santa envidia, ya que con gran fortaleza de espíritu se consagran a la obra santa de las Misiones.
¿Y a quién no serán comunes esos sentimientos cuándo se reflexiona un poco sobre la grandeza y sublimidad del apostolado católico del que hoy tenemos aquí una prueba elocuente? (…).
“Yo, dice el Señor, por boca de su profeta, levantaré entre los pueblos un signo de rescate universal, y entre los vivientes elegiré los pregoneros de mi palabra, los enviaré a los pueblos abandonados del otro lado de los mares: y ellos anunciarán mi gloria y reuniendo a todos los hermanos, los presentarán en oblación al Altísimo”.
El signo de redención universal levantado entre los pueblos es la Cruz; la Sociedad de los redimidos es la Iglesia; la palabra que vuela de lugar en lugar, de pueblo en pueblo, anunciadora de salvación es el apostolado católico (…).
Ningún obstáculo, ninguna fuerza creada ha podido detener a los ministros de esta palabra (…). Y ustedes hoy, queridos hijos, pueden gloriarse de estar incluidos en su número, dando su nombre a la muy humilde Congregación, que fue saludada algunos días atrás por el gran Arzobispo de San Pablo de Minnesota, como la forma más hermosa, más útil, más fecunda del apostolado católico en nuestros días (…).
¡Oh, benditos sean los pasos de los Misioneros que llevan la buena nueva a sus hermanos abandonados! ¡Cuán preciosa es su obra ante el cielo! ¡Cuán hermosa y conmovedora lo es ante la tierra! ¡Cómo nos halaga la visión de éstos catequistas, que legítimamente enviados, empuñan la cruz y parten con el fin de plantarla como símbolo de salvación y civilización, entre nuestros hermanos, hasta ahora obligados a vivir y morir privados de todo consuelo de religión! (…).
Vayan y no teman: sean fieles, se los suplico, ante estos santos altares, a su vocación; pacientes, prudentes, modestos, llenos de caridad. A esto están dirigidas mis pobres oraciones, las oraciones de tantas almas buenas, de sus cohermanos, de sus parientes y especialmente de sus buenas madres, que si ahora lloran la partida de ustedes, gozarán un día la gloria por haber dado un Apóstol a la Madre común, la Iglesia.
La oración, no lo olviden nunca, es la eficacia y la fecundidad de la predicación evangélica; es la parte más viva, más fuerte, más poderosa del Apostolado, como nos enseña Jesucristo, soberano modelo de la vida apostólica.
(Discurso a los Misioneros próximos a partir – 17/07/1888)
Fuente/Autor: Una Voz Viva