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Mundo Misionero Migrante

Migrantes:Toman anticonceptivos porque saben que serán ultrajadas…

27 de enero de 2020

La Arrocerra, Chiapas, es un lugar donde la advertencia a los migrantes es sobre asesinatos, robos donde desnudan a las víctimas y violaciones .

Sábado 21 de marzo de 2009

HUIXTLA, Chis.— En Nicaragua le dijeron que aquí había un lugar llamado La Arrocera, y que era lo más espantoso del camino. Raúl Martínez recordó la advertencia al descender de la combi donde viajaba con otros ocho inmigrantes centroamericanos, antes de llegar a la caseta de revisión de El Hueyate, 45 kilómetros al norte de Tapachula. “Se me había olvidado lo que me contaron al salir: que ahí ocurren asesinatos, que te agarran y te desnudan, que violan, que te hacen lo que quieren. Y sentí temor”.

La Arrocera debe su nombre a una antigua bodega de granos construida a la orilla de la carretera, ya en desuso, pero en realidad es el ejido Aquiles Serdán, cuya vocación formal ha sido el cultivo de café. Comprende un terreno de vegetación densa, surcado por caminos de extravío, al pie de una cadena montañosa en el municipio de Huixtla, desde cuyas mesetas los asaltantes acechan el paso de quienes se internan. Lo que ocurre en ese trayecto de unos seis kilómetros de largo le ha dado fama, por la manera despiadada con que se ataca a niños, mujeres y hombres.

“La violencia en ese punto es atroz y ha ido en aumento”, dice Fermina Rodríguez, directora del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, en Tapachula. “Hemos visto que los habitantes circunvecinos hallaron en los migrantes un modus vivendi. En La Arrocera se ha perdido cualquier vestigio de solidaridad hacia los centroamericanos”.

El Instituto Nacional de Migración (INM) reporta la captura de 700 indocumentados cada mes, desde principios de 2009. Es una cifra que revela poco, de acuerdo con el cónsul de El Salvador en Tapachula, Nelson Cuéllar. Nadie lleva un conteo preciso de las legiones que cruzan por esa trampa, afirma. Pero en el municipio de Arriaga, a 300 kilómetros, en los linderos con Oaxaca, Carlos Bartolo Solís, administrador del Hogar de la Misericordia, albergue al que llegan quienes han sobrevivido a La Arrocera, calcula que cada año pasan por ahí unos 200 mil centroamericanos.

No es una suma definitiva, aclara, pero “sí muy real”. Y de esa cantidad de peregrinos, autoridades y derechohumanistas han concentrado testimonios que les llevan a concluir que 80% de quienes se internan por esas brechas sufre alguna agresión.

Raúl Martínez, de 36 años, se internó a esa zona de muerte a las 4:30 de la tarde del domingo 8 de marzo. Avanzó con sus ocho compañeros de viaje unos 200 metros hacia lo más tupido de la vegetación. De pronto, todos detuvieron la marcha. Frente a ellos, “como a 100 varas”, un grupo de hombres armados obligaba a desnudarse a cinco migrantes indocumentados.

“Decidimos salirnos del camino, rodear todo lo que fuera posible La Arrocera. Nos metimos hasta los cerros, por entre alambres y piedras, llenos de miedo porque sentíamos que nos iban siguiendo a caballo. Se me arrancaron los zapatos. Tardamos como tres horas para dar la vuelta, casi 80 kilómetros. Agarramos hacia adentro, andábamos perdidos, buscando la carretera. Fue horrible”, relata seis días después, tendido en el patio del albergue de Arriaga, con los pies vendados, “muerto”, dice él.

En Nicaragua dejó un empleo como técnico de una compañía telefónica, en donde le pagaban 200 dólares mensuales, muy poco para su anhelo de establecer un negocio que le permita una vida digna para él, su esposa y sus dos hijos. Busca llegar a Houston, trabajar un par de años y volver a su país. Esta aspiración es el motor para los miles que se aventuran por La Arrocera, el cono de impunidad que, sostiene Carlos Bartolo Solís, ha hecho proliferar otras “arroceras”.

Tierra de impunes

Frente a La Arrocera, más próximo a la costa se extiende el ejido Monte Cristo, la ruta por la que atravesaba el “tren de la muerte”. Aún es una opción para quienes desean eludir por ese lado el punto de revisión de El Hueyate, pero igual es una trampa. En ese trayecto, el grupo Beta tiene registro de 30% de los asaltos ocurridos en Huixtla. Otros tres enclaves costeros de alto riesgo mantiene bajo inspección diaria ese grupo de atención a inmigrantes: El Panteón, en Huehuetán; por los linderos de la caseta de Echegaray, en Pijijiapan, y El Basurero, en Arriaga.

“Independientemente de la corrupción que existe en la zona, en esos cuatro puntos hoy suceden cosas terribles, como la violación sexual de mujeres y hombres”, dice uno de los agentes, que habla bajo anonimato. De enero a la fecha, el grupo Beta lleva contabilizados cuatro asesinatos con arma de fuego.

En el exterior de la Casa del Migrante de Tapachula, una veintena de centroamericanos reposa sobre la acera. Toman un descanso tras haber cruzado la frontera por Ciudad Hidalgo. Al amanecer reemprenderán la travesía y todos habrán de cruzar por cada uno de los trayectos enumerados por el agente del grupo Beta. Ninguno denota preocupación.

“Desde que sale uno, sabe a lo que va”, explica al día siguiente Heriberto, un salvadoreño de 19 años que dos días antes estuvo en la misma condición de espera, en el albergue de Tapachula. No sufrió un ataque en La Arrocera por obra de la casualidad: en Tecún Umán, la frontera guatemalteca, fue despojado de los 200 pesos que traía. Al ejido Aquiles Serdán penetró sin nada, acompañado de otros migrantes de El Salvador y Nicaragua. Les salieron seis hombres armados con M-16, cuenta, y tras desnudarlos y quitarles lo poco que llevaban, los escoltaron hasta la brecha de salida. “No hubo violencia porque nadie se resistió”.

Cuatro años atrás una prima hermana suya corrió con menos suerte. Siete individuos la ultrajaron frente al grupo con el que viajaba. Tenía 23 años. “Vivió muchos meses con el trauma, pero ya se recuperó y vive con su esposo y dos hijos en Atlanta”, refiere Heriberto. Hacia allá se dirige. Ella y sus hermanos han pagado a un coyote para que lo reciba en Celaya y de ahí lo lleve hasta Georgia. El muchacho es una estadística rara, de los pocos que logran cruzar sin mayor vejación que el robo de sus 200 pesos, aunque fuera también de las trincheras de criminales que hay en el sur chiapaneco.

“No existe un control del territorio, y esa es la gran preocupación que tenemos los cónsules centroamericanos”, declara Nelson Cuéllar, el diplomático salvadoreño. “Nosotros hemos denunciado reiteradamente lo que ocurre ante las autoridades de los tres niveles de gobierno que hay en Chiapas, y ellos nos dicen que se combaten esos delitos, pero creemos que no se dan abasto. Los crímenes son cada vez mayores y mucho más violentos”.

La oficina dirigida por Cuéllar fue notificada en 2008 de 12 mil 200 deportaciones de salvadoreños, por el INM. De ellos, 40% fueron mujeres. La mayoría sufrió un ataque violento, indica el cónsul.

Mujeres en trueque

En 2003, el huracán Stan devastó buena parte del estado, modificando con ello las rutas tradicionales seguidas por los migrantes. El cambio de caminos adoptados desde entonces condujo a un escenario inédito del crimen y la violencia, dice Fermina Rodríguez, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova.

Las vías del ferrocarril que seguían los centroamericanos dejaron de existir a causa del huracán y fueron sustituidas por los caminos de extravío. Desde entonces, los indocumentados se internan en los bosques para llegar a Arriaga, donde se montan al tren. La consecuencia del cambio impactó de inmediato en los registros de extravíos, mordeduras de serpientes, asaltos, violaciones sexuales, secuestros y asesinatos, según los informes de Rodríguez.

“La persistencia del delito nos preocupa”, dice a su vez Luis Flores, quien trabaja en Chiapas para la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). “El problema es que hay muchísima gente que se aprovecha de ellos, y mi impresión es que no solamente se trata de delincuencia común; esto sin duda debe estar vinculado a cuestiones de discriminación”.

Los ataques sexuales contra mujeres son un punto sensible para la OIM, pese a la naturalidad con que se refieren por tanto que ocurren. Flores contabilizó violaciones en ocho de cada 10 mujeres que atravesaron La Arrocera los años recientes. “Eso ha provocado que muchas de ellas tomen precauciones dramáticas, como tomar anticonceptivos, pues dan por hecho que serán ultrajadas”.

Si no es en La Arrocera o los otros puntos críticos de la ruta que siguen los migrantes, el sexo forzado es una constante durante toda la travesía. Flores dice que muchas buscan el cobijo de alguno de los varones del grupo para evitar una violación con el resto, pero también se tiene registro de que las han ofrecido a cambio de ser perdonados por los forajidos que les salen al paso en aquellos lugares. “Hasta hace muy poco la palabra ‘cuerpomatic’ era de uso corriente. Y eso nos dice todo”.

Génesis Alejandra Rodríguez tiene 21 años y un hijo de tres. Hasta febrero laboró como operadora en una maquiladora de la capital salvadoreña. La planta cerró y decidió seguir la misma ruta que su madre cuatro años atrás. Viaja sin coyote, guiada telefónicamente por Janeth, su mamá, que la espera en Pasadena, California. Tiene miedo, dice, pero la necesidad es más apremiante.

“Primero Dios, que no pase nada, pero desde un principio uno sabe a lo que va a exponerse. Si pasa (una violación) es algo que ya sabíamos que iba a suceder. El que diga que se viene creyendo que no le va a pasar nada, es ignorante, por decirlo así”, dice.

En 2004 su madre fue golpeada salvajemente en La Arrocera. Llevaba ocultos en la hebilla del cinturón 700 pesos. Los asaltantes la hicieron desnudarse y le hallaron los billetes. “Le dejaron un morete en el ojo”, describe Génesis. Por eso su madre no quería que ella se aventurara a los mismos territorios peligrosos. “Estoy mentalmente preparada para afrontar lo que venga, porque a mí no me anduvieron con mentiras ni nada”.

Génesis se mueve con el mismo motor del anhelo por una mejor vida que el nicaragüense Raúl Martínez y la multitud de migrantes que los antecedió. En Estados Unidos se quedará el tiempo que dure en reunir dinero, dice, para comprarse una casa y ofrecerle “un futuro digno” a su hijo. Lo mismo que Martínez, caminó kilómetros por los cerros circundantes a La Arrocera y así llegó al albergue de Arriaga, extenuada pero ilesa.

El 6 de febrero anterior, 26 madres de salvadoreños perdidos en el trayecto hacia la frontera norte emprendieron una caminata hasta el lugar en el que se encontraba Génesis el 13 de marzo. A las nueve de la mañana del 11 de febrero, las mujeres, integrantes del Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos, hicieron una parada en La Arrocera, donde oraron y clavaron 19 cruces simbólicas para sus 84 desaparecidos desde 2004.

“Fue el momento más dramático de toda la ruta”, evoca Luis Perdomo, el fundador de aquel comité. “La gente sintió como que estaba en un territorio sagrado, como que ahí había algo de su gente. Aquello se convirtió en un drama, producto del conocimiento de que en la zona se han dado todo este tipo de atrocidades, y de la conciencia también de que hay varias ‘arroceras’ más a través del camino”.

En la Foto – LA RUTA Pasar por la frontera sur se convierte en una pesadilla para los migrantes, especialmente nicaragüenses (Foto: Jorge Serratos / EL UNIVERSAL )

Fuente/Autor: Ignacio Alvarado Álvarez – Enviado El Universal

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