Testimonio de María Teresa Betancourt.
Tengo entre mis cosas una estampilla de los Misioneros de San Carlos Scalabrinianos. No la veía hace mucho tiempo, pero creo que a las personas que me la entregaron les debo algo, por eso estas notas.
Las conocí en la Estación Migratoria de Ixtapalapa, en el Distrito Federal de la Ciudad de México.
Siempre soñé con conocer México, pero nunca imaginé las condiciones en las que visité esta increíble ciudad. Aun en las circunstancias que rodearon nuestro viaje, fue inolvidable, lleno de emociones, de tristezas y de alegrías. Pero volvamos a aquellas religiosas que me entregaron la Oración del Emigrante.
Estuve varias semanas retenida en Ixtapalapa. El primer domingo que pasé en ese lugar vi llegar a un grupo de religiosas que repitió sus visitas todas las semanas. Ellas hablaban español pero con acentos muy diferentes, y nunca dijeron de dónde eran. Primero se acercaban a los grupos de mujeres y niños que, sobre la hierba o en los portales, dependiendo del clima, contábamos los días que nos faltaban para salir de aquel lugar. Después, una de ellas pedía nuestra atención e iniciaba su charla con una pelota que tenía dibujado el mundo. La pelota pasaba de mano en mano, y cada niño o mujer debía enseñar a los otros de dónde venía. Había muchas personas, de todos los continentes, de todas las razas y culturas. Las religiosas nos hablaban de las experiencias de otros emigrantes y nos invitaban a cantar con ellas, no canciones religiosas, sino populares, que levantaran los ánimos. Yo miraba las distintas reacciones que provocaba la visita en las demás personas. Algunas se unían entusiasmadas al grupo y apoyaban a las visitantes cantando, respondiendo sus preguntas o simplemente escuchando. Otras se alejaban por diferencias religiosas, y otras, simplemente, confesaban que ya llevaban tantas semanas en ese lugar que la presencia de las hermanas las deprimía más. Mucho se hablaba cuando se iban sobre si tenía o no sentido aquella misión que cumplían con tanto amor y paciencia.
Algunas de nosotras, las menos, seguiríamos viaje hacia el norte, pero otras muchas regresarían irremediablemente hacia el sur, para volver a intentar el viaje una y otra vez. Veníamos de diferentes países, teníamos diferentes expectativas, culturas, costumbres y sueños, pero en algo éramos iguales: en ninguno de nuestros países pudimos hallar 1o que necesitábamos para vivir en paz, crear, construir, crecer, pensar y actuar libremente. Por eso escogíamos el duro camino del emigrante, cargado de dolor, de tristezas, de nostalgias, pero también de sueños y esperanzas.
Eso, para mí, justificaba aquellas visitas domingueras y daba sentido a la misión humanitaria que desempeñaban las hermanas, tan dulces y pacientes ante la acogida de unas y la intolerancia de otras.
Fue un domingo cuando salí de la estación migratoria. Pocas veces he sentido una alegría tan grande. Pensé entonces que no apreciamos verdaderamente la salud sino cuando estamos enfermos, y por eso ese día, después de haber estado tantos otros días privados de libertad, salir libres a la calle mi esposo, mi hijo y yo, sería recordado por los tres como uno de los más felices de nuestras vidas. Aquella esquina en una calle de la Colonia Ixtapalapa, en el Distrito Federal, donde esperamos un taxi, será lugar sagrado para nosotros, aunque nunca volvamos a verla.
Como era domingo, allí estaban las hermanas cuando, inesperadamente, los oficiales de migración anunciaron nuestra salida. Una de ellas, la que otros días había visto mi tristeza y me había consolado, se me acercó a despedirse. Yo le prometí que algún día escribiría sobre ellas, y ella me pidió que rezara cada vez que pudiera la Oración del Emigrante. Por poca costumbre, no por falta de fe, no he cumplido con ella, no he rezado por los emigrantes. Estoy viviendo meses duros, ya en tierra prometida pero desorientada, realizando, como muchos, trabajos que nunca imaginé. Hoy estoy pensando en ellas, en las hermanas que tanto nos hablaron del duro camino del emigrante.
Para todos ellos, esta oración:
OH Jesús, te pedimos por todos aquellos que andan de camino lejos de su tierra, y viven la experiencia de la migración.
Ellos son hermanos nuestros que buscan encontrar un trabajo que asegure el sustento de sus familias.
Tú mismo te identificas con ellos, ya que te fuiste a Egipto, junto con tu Madre María y con José.
Ellos necesitan, además del pan material, de Tu palabra de vida, para no perder los valores de su cultura y su fe.
Oh Jesús, bendice a los emigrantes, guárdalos junto a tu corazón, y llena sus vidas con el amor de Dios.
Bendice también a los Misioneros de San Carlos, para que, a ejemplo de su fundador, el Beato Juan Bautista Scalabrini, sirvan con fidelidad y amor a los emigrantes y refugiados de todo el mundo.
Que como peregrinos de la Iglesia de Dios, donde nadie es extranjero, podamos alcanzar la justicia y la paz en esta tierra, caminando hacia la patria celestial. Amén.
Fuente/Autor: María Teresa Betancourt
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