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Editorial

El tormento, el éxtasis, el don y el misterio

27 de enero de 2020

Hace un año se fue la última grandeza del siglo XX… Un siglo que, sí, tuvo grandeza junto a horror, sangre, dolor, destrucción, odio y terrores nunca antes sufridos por la sufriente Humanidad.

Y la grandeza del siglo XX fue, como la de todas las centurias y milenios, el amor. Más precisamente: la grandeza de los tiempos la hacen las gentes que aman y son amadas. Y el Papa Juan Pablo II, que regresó “a la casa del Padre” – esas fueron sus últimas palabras: “Dejádme ir a la casa del Padre”- el 2 de abril de 2005, vivió el amor vigorosamente. No un amor difuso y blando “al hombre”, sino a todos los hombres y a cada hombre. Porque Karol Wojtyla amaba intensa y constantemente a Dios y, por Dios, a cada una de las criaturas.
Su vida larga, fecunda, histórica, difícil, sacrificada, dolorosa, feliz, podría, tal vez, resumirse, en el tormento, el éxtasis, el don y el misterio de un amor apasionado a Dios, a todos los hombres, a todos los frutos de la creación divina -desde las montañas a la belleza del arte-.
Cuando, recién elegido Papa, el Pontífice venido del Este, el polaco trabajador en las canteras, en íntimo amigo de los judíos de su pueblo natal, el enamorado del amor humano y del matrimonio, el sacerdote al que todos confiaban lo más íntimo de su alma, el intelectual y dramaturgo, el poeta escondido, apareció en uno de los balcones de la plaza de San Pedro, en Roma, revestido de blanco y con la apostura y la fuerza de una escultura clasica, Karol Wojtyla le gritó a un mundo hastiado, atemorizado, descreído y relativista: “¡No tengáis miedo!”. Un periodista francés que llegó a ser íntimo amigo suyo, el ex ateo converso André Frossard, afirmó: “Era como un pescador recién llegado de Galilea”.
Destinado a conducir a la Iglesia Católica hasta el momento en que ésta “cruzó el umbral de la esperanza” del nuevo siglo, el XXI, Juan Pablo II no temía. No temía porque confiaba profundamente en el hombre, la criatura cuyo nombre lleva Dios escrito en la palma de sus manos… “Si la fe no piensa, no es nada”, escribió Wojtyla en su encíclica “Fides et ratio”, “Fe y razón”.
“El Papa de la libertad”, lo llamaron tras su decisiva contribución a la caída de telones de acero y muros de cemento hasta lograr que Europa respirara con sus “dos pulmones”, el del Este y el del Oeste…El Papa de los jóvenes -que acudieron a millones, respondiendo a sus llamadas-, el de los best-sellers, el Papa mediático, Juan Pablo II el Grande… Y, los que no lo quisieron, lo llamaron, despectivamente, “Wojtyla”… Y, los que lo odiaron, pusieron en las manos de Alí Agca una pistola. Cuando Juan Pablo II, mucho tiempo después del atentado, escribió sobre él lo hizo así: “Donde crece el mal, allí crece también la esperanza del bien. En nuestro tiempo, el mal se ha desarrollado desmesuradamente, sirviéndose de sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la humillación. Ha sido un mal de proporciones gigantes. Pero, al mismo tiempo, la gracia divina se ha manifestado con sobreabundante riqueza. No hay mal del que Dios no pueda sacar un bien mayor. No hay sufrimiento que Él no sepa transformar en un camino hacia Él”.
Para mí, Karol Wojtyla, Juan Pablo II es “el atleta de Dios”, el que nunca se detuvo en su carrera de Amor: ni cuando eran un jóven piragüista en los ríos polacos, ni cuando el Parkinson y la vejez lo amarraron a un bastón y a una silla de ruedas. Cuando cumplió veinte años como Papa, se seguía preguntando: “¿He amado lo suficiente?”… La carrera del atleta, anciano y doliente, continuaba…
Ese Amor es la herencia que yo conservaré siempre del hombre murió hace un año.

Fuente/Autor: Expanción.com

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