Nunca como en este tiempo -que el Papa Francisco equiparó a una tercera guerra mundial en pedazos- la paz emerge en el corazón y a los ojos de todos como deseable y necesaria por encima de todo. Sabemos que la paz es un don, más bien un fruto que no nace de nuestros corazones o de nuestras manos, sino que madura en un árbol del cual todos los pueblos de la tierra pueden recoger gratuitamente nutrimento, consolación y vida en sobreabundancia.
Y nace la pregunta: “¿Pero, dónde se encuentra este árbol de la paz? ¿Y de qué árbol se trata?”.
Una canción que a menudo cantamos con jóvenes migrantes de cada nacionalidad a lo largo de los itinerarios formativos de los diferentes Centros Internacionales, nos pone en la pista cierta.
Se trata de un árbol que habla por sí mismo con la abundancia de sus frutos: una paz sobreabundante y sorprendente para todos los hombres, sin exclusiones, para todos los que quieran acercarse y degustarla…incluso para aquellos que no pueden creer.
Sin embargo, incrédulos, aún podríamos preguntarnos: ¿es posible que un fruto lleno de dulzura, belleza y bondad, como la paz, pueda madurar en aquel árbol trágico e injusto de la historia de la cruz? ¿Y aun de la propia historia de hoy, tan crucificada?
Pero ¿cuál coherente convicción puede humanamente atraernos hasta un árbol en dónde está colgado un hombre crucificado, señal de la muerte y de la deshumanidad que sufrió? Y más: ¿Es posible encontrar, en tantas situaciones actuales de violencia absurda y gratuita, un camino concreto para la paz?.
Seguramente, frente a tan grande mal, no podemos resignarnos. Debemos intentar prontamente todas las estrategias para encontrar caminos de salida y acuerdos de paz.
Una vez más, el Papa Francisco nos ayuda. Lo que nos salva no es la muerte o una cruz cualquiera, sino la muerte-vida y la combustión de amor que es la cruz de jesús, el Hijo de Dios.
Él es el enviado del Padre para implantar en el mundo, que “Dios tanto amó” (cf. Jn 3,16), una inversión de los valores. Asumiendo en su persona todo el mal del mundo, ha cambiado su significado, transformándolo con su amor en un camino de acceso al único bien: el mismo amor sin límites de Dios por cada uno de nosotros.
Sólo ese increíble amor nos puede levantar del abismo de la autodestrucción, del mal tan trágico como inconsciente en el que nuestra humanidad ha caído y del cual, con sus propias fuerzas, no puede levantarse. También porque, dado que fuimos creados a imagen de Dios, nunca podremos resignarnos a ser menos que como Dios.
Para alcanzar ese indestructible sueño tenemos dos caminos delante de nosotros: hacernos indebidamente dios a nosotros mismos, poniéndonos en contra de todo y de todos, y desatar con ello la guerra; o acoger el camino de volvernos hijos en el Hijo de Dios, en la injusticia y en el amor. Y eso ocurre cuando nos reconocemos en una deuda de gratitud.
En ese camino, en una inversión del egoísmo hacia la acogida, es posible dar pasos nuevos de apertura y de diálogo, de estima y confianza en Dios y en los demás. Es un camino de fe que puede humanizar plenamente. Es posible comenzar ganando la paz en nosotros, en las relaciones con los demás, con todos. Y, paso a paso, los más atrevidos sueños de bien del hombre pueden hacerse realidad ya en esta vida. Sino en cantidad, por lo menos en profundidad, por el camino de la excedencia que se genera en lo pequeño: como aquella poca levadura que fermenta la pasta y la transforma.
La vida en plenitud para el hombre, desde siempre, es el sueño de Dios, no sólo nuestro sueño. Sin embargo, por recelo y desconfianza, nos emancipamos de este sueño, para confiarnos a nuestros caminos autorreferenciales, ruinosos y dispersos. El camino de vuelta, en el proyecto de paz de Dios, no pasa por fáciles evasiones, falsedades y simulaciones. Al contrario, se abre imprevisiblemente más allá de nuestras propias posibilidades, acogiendo nuestra cruz que nos eleva por encima de nosotros mismos, pues nos injerta en la misma cruz de Cristo, aquella cruz de redención capaz de salvarnos a todos.
Así somos invitados a cambiar también el nombre de las cosas, para poder cambiarlas en la realidad. Por ejemplo, el mismo mal y pecado nuestro y del mundo, por grande que sea, podemos dejar de considerarlo “maldito” y tenerlo como “bendito”… De hecho, en la medida en que él nos impulsa a renacer, a salir de nuestra cáscara inconsciente e infantil, de nuestras pretensiones y presunciones subjetivas, podemos entrar con fe en una relación filial con Dios, el único Padre que nos reúne a todos.
Y podrá ocurrirnos, no sin sorpresa, que nos encontremos avanzando por diferentes caminos hacia la única dirección, reconociendo que pertenecemos a una única humanidad fraterna: más humildes y pequeños, pero vivos, perdonados, reconciliados en la benevolencia y en la paz, regenerados en la verdadera humanidad filial soñada por Dios.
Eso gracias al cambio radical que opera en nosotros la cruz de Cristo, amor invencible, absolutamente gratuito del cual tanto necesita el hombre y el mundo para levantarse, para no enloquecer.
De hecho, mirando a jesús crucificado, nuestra propia cruz se vuelve ligera, pues nos permite acercarnos, hasta tocar… aquel árbol de la paz, de la fecundidad, de la vida buena y verdadera para todos. Es precisamente el árbol de la Cruz de Cristo.
Siempre estamos invitados a reconocer, junto a nuestra pequeñez, la grandeza sin medida -en ancho, largo y profundo- de aquel árbol de paz que no deja de dar sus frutos. Frutos de verdad, de amor, de perdón, de reconciliación, que sólo exigen ser recogidos y distribuidos, libremente, para dar esperanza y salvación a todos los pueblos y personas del mundo.
El Espíritu Santo nos hace entrever que está realizándose una inmensa obra de transformación gracias a la cruz y resurrección de Jesús. Él ya venció el mal del mundo en sus raíces y aún quiere vencer con nosotros y en nosotros cada mal. Para que haya una sobreabundancia de vida y de bien, Dios pide a todos y a cada uno de nosotros una colaboración consciente y concreta que ya tiene en sí el premio de una profunda paz personal, recibida gratuitamente para regalarla gratuitamente al mundo y a todos los que encontremos por los caminos de los éxodos del mundo.
Fuente/Autor: Misioneras de San Carlos-Scalabrinianas