“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

GOETHE
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Meditando La Palabra

B – Domingo 5o. de Cuaresma

27 de enero de 2020

Primera: Jer 31, 31-34
Salmo 51
Segunda: Heb 5, 7-9
Evangelio: Jn 12, 20-33

Nexo entre las lecturas

Mientras que para los hombres el orden habitual de los conceptos es vida-muerte, en Jesucristo es al revés: muerte-vida. De estas dos realidades y de su relación nos habla la liturgia. Es necesario que el grano de trigo muera para que reviva y dé fruto, es necesario perder la vida para vivir eternamente (Evangelio). Jesús, sometiéndose en obediencia filial a la muerte vive ahora como Sumo Sacerdote que intercede por nosotros ante Dios (segunda lectura). En la muerte de Jesús que torna a la vida y da la vida al hombre se realiza la nueva alianza, ya no sellada con sangre de animales sino escrita en el corazón, y por lo tanto, espiritual y eterna (primera lectura).

Mensaje doctrinal

1. Jesús, ‘unión de los opuestos’. La tendencia humana más frecuente es dividir, disociar, separar, enfrentar. Jesús, venido desde Dios, actúa de otro modo y nos enseña a actuar también nosotros como él. El hombre tiende a separar el oprobio del sufrimiento del resplandor de la gloria: Jesús los une en sí porque el Padre los quiere unidos en Cristo y en nosotros. De ese modo el sufrimiento es glorioso, y la gloria tiene el dolor como peana. El hombre quiere fructificar sin morir, pero es imposible; Jesús acepta ser grano que muere bajo la tierra para dar fruto abundante. En Jesús se dan la mano dos realidades fuertemente antagónicas: la muerte y la fecundidad. Nosotros preferimos con mucho el ser servidos a servir; Cristo prefirió servir a ser servido; y en ese incondicional servir le fue ‘servida’ por el Padre la salvación de la humanidad. Los hombres en general no estamos fácilmente dispuestos a perder la vida (darla por el bien de los demás) y, sin embargo, es así como realmente la perdemos. Cristo, en cambio, la perdió, no se aferró a ella, y de esa manera la ganó para siempre y nos alcanzó la posibilidad de también nosotros ‘ganarla’, siguiendo sus huellas. En la conjunción de perderse al mundo para ganar al mundo se compendia el misterio pascual de Jesucristo.

2. La hora de Jesús. En el evangelio de san Juan se une el encuentro de Jesús con los ‘griegos’ (representantes de la humanidad no judía) y la hora de Jesús, es decir, su pasión-muerte-resurrección. La hora de Jesús es, por tanto, la hora de la redención universal por el sufrimiento y por la glorificación. Ambos aspectos brillan con fulgor particular en la segunda lectura. Primeramente el sufrimiento: “El mismo Cristo en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte… Aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer”. Esos gritos y esas lágrimas, tan humanos, están incluidos en su hora, en su tiempo y modo de salvarnos. No falta, sin embargo, la hora de la glorificación: “Alcanzada así la salvación,… ha sido proclamado por Dios Sumo Sacerdote”. Sumo Sacerdote de la nueva alianza, del nuevo corazón humano, de la nueva ley escrita en lo más íntimo y profundo del alma.

3. La hora del hombre nuevo. La hora de Jesús es también la hora del hombre nuevo. El sufrimiento y la glorificación de Jesús llevan a cumplimiento la profecía de Jeremías, que la liturgia nos presenta en la primera lectura. La alianza nueva entre Dios y la humanidad estará sellada con la sangre de Cristo. Las estipulaciones de esa nueva alianza no estarán escritas sobre piedra ni será Moisés quien las comunique a los hombres; Dios misma las escribirá en el interior del corazón y el Espíritu Santo ‘leerᒠcon claridad, de modo inteligible y personal, a todo el que le quiera escuchar, el contenido de la nueva ley, la ley del Espíritu. Por eso nos dice san Juan que todos serán instruidos por Dios, todos: desde el más pequeño hasta el mayor. La pasión-muerte-resurrección de Jesucristo otorga a la humanidad entera la gracia de hacer un pacto de amistad y de comunión con Dios Nuestro Señor, y así llegar a ser hombre nuevo, auténtico, más aún ‘divino’.

Sugerencias pastorales

1. Sufrir por fidelidad. El sufrir por sufrir es absurdo e indigno del hombre. El sufrir porque “no hay otra”, porque ésa es la condición humana, es un motivo muy pobre, aunque pueda ser frecuente. El sufrir para mostrar mi capacidad de autodominio o mi grandeza humana es de pocos, y casi siempre adolece de orgullo. El sufrir por fidelidad a unos principios y a unas convicciones que sustentan la propia vida, ahí está el verdadero sentido y valor del sufrimiento. Sufrir por fidelidad a la propia conciencia, aunque los estímulos externos induzcan más bien al carpe diem y a la satisfacción de las mil solicitaciones del vicio y del pecado. Sufrir por fidelidad a los deberes de mi estado y profesión, con sinceridad y constancia, sin miedo a aparecer ‘débil’ y sin miedo al respeto humano. Sufrir por fidelidad a las propias convicciones religiosas: católico, religioso, sacerdote, actuando siempre y en todo momento y situación de modo coherente y auténtico. Ese sufrimiento, a los ojos de Dios, no sólo tiene sentido, sino que tiene un valor imperecedero: valor de redención, como el sufrimiento de Jesucristo. Tal sufrir, no siendo fácil, no deja de ser hermoso y sobre todo fecundo. Pongamos la mano en el corazón y preguntémonos si hemos sufrido por ser fieles, si estamos dispuestos a sufrir por fidelidad a Dios y al hombre, nuestro hermano.

2. Una religión del corazón. Es difícil mantener el equilibrio en las relaciones entre los hombres, y en las relaciones de los hombres con Dios. O somos fríos, porque fundamos nuestras relaciones en la razón, que se rige por la lógica, que no admite ser caldeada por otras energías diversas de la razón. O somos sentimentales, poniendo en el sentimiento la base de una verdadera relación sea con los hombres sea con Dios. Pero sabemos que el sentimiento está sometido a los vaivenes de las circunstancias, de los influjos externos, de los estados de ánimo… El sentimiento es cálido, pero carece de lógica, de orden, de estabilidad. O buscamos fundar las relaciones en el corazón, en donde la fuerza de la lógica se encuentra con el calor del sentimiento, y el sentimiento cálido penetra en la frialdad de la razón. El corazón es el lugar del encuentro, de la relación más auténtica entre los hombres y del hombre con Dios. Por eso, la religión cristiana es una religión del corazón. Cuando se ha pretendido hacer del cristianismo una religión de la razón, se ha caído en la frialdad de la abstracción o en el rigorismo dogmático y moral, al estilo jansenista. Cuando se ha hecho del cristianismo una religión del sentimiento, el resultado ha sido un sentimentalismo dulzón y un fideísmo poco inteligente. Sólo el corazón (sede de la razón, de la afectividad y de las pasiones) puede dar forma a la religión cristiana. Si ya vives el cristianismo del corazón, continúa por ese camino y ayuda a otros a entrar por él; si todavía no te has convertido a la religión del corazón, aprovecha esta cuaresma. No dejes pasar la oportunidad.

Fuente/Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

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