“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

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Meditando La Palabra

A – Domingo 22o. del Tiempo Ordinario

27 de enero de 2020

Primera: Jer 20,7-9
Salmo 62
Segunda: Rm 12, 1-2
Evangelio: Mt 16, 21-27

Nexo entre las lecturas

El camino de la propia vocación pasa necesariamente por la cruz. Quisiéramos proponer esta afirmación como el fulcro de las lecturas de este domingo vigésimo segundo del tiempo ordinario. Jeremías, en sus famosas confesiones, nos muestra hasta qué punto llega la experiencia dramática de la vocación, de la llamada de Dios para cumplir una tarea en la vida. Él sabe que ha sido llamado por Dios para una misión ardua y difícil. Ha sido llamado para destruir y para construir. Sin embargo, en un momento determinado se siente traicionado por Dios: toda su vida no ha sido sino “destruir” y no se ve por ningún lado la promesa divina de la edificación del pueblo de Dios. Se siente seducido y engañado. Si el mismo Jeremías no lo hubiese manifestado, nadie habría podido intuir la profundidad de su abatimiento y la prueba tan dolorosa que enfrentaba su fe (1L). La carta a los romanos nos expresa una verdad mucho más consoladora, pero no por ello menos exigente. Nos exhorta a presentar nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios. Es decir, nos exhorta al sacrificio. Nos invita a tomar la vida y la vocación como una ofrenda al Dios uno y Trino. Sin embargo, esta exhortación no llega sino después de que ha sido anunciado el “evangelio”, es decir, el plan salvífico de Dios en Jesucristo. La gracia del don, precede a la petición de la ofrenda (2L). En el evangelio Cristo anuncia con claridad y exigencia que “es necesario” tomar el camino de la cruz para salvar a los hombres. Quien desee seguir a Cristo fielmente, deberá tomar su cruz y ponerse en marcha. El mensaje cristiano es un mensaje de gozo pascual, pero un mensaje que pasa por el camino de la cruz (EV).

Mensaje doctrinal

1. La vocación cristiana. La palabra “vocación” cualifica muy bien las relaciones que Dios entabla con cada ser humano en el amor. En realidad “cada vida es una vocación” como decía Pablo VI (Pablo VI, carta Enc. Populorum progressio, 15) porque es una llamada a desempeñar una tarea especial en la construcción del mundo y en la obra de la salvación. Al hablar de vocación cristiana, sin embargo, nos referimos a una llamada específica. Se trata de una llamada a “vivir en Cristo” y hacer que “Cristo sea todo en todos”. La vida cristiana es vocación en el sentido de que Dios inicia con su creatura un diálogo de amor. La hace sentirse amada. Amada eternamente por un amor infinito, y, a la vez, la invita a tomar parte en ese mismo amor que se derrama en los corazones. Vocación cristiana es, pues, la invitación a pasar del terreno inicial del cumplimiento de los mandamientos, al terreno más elevado de la donación, a imitación de Cristo. Vocación-donación-amor que se ofrece, pueden ser tres sinónimos de una misma realidad profunda. Quien no entiende su vida como vocación y misión se condena a vivir en el tedio, en el pasatiempo banal, en el placer efímero.

“La razón más profunda de la dignidad humana, (leemos en el documento conciliar Gaudium et spes), está en la vocación del hombre a la comunión de Dios. Ya desde su nacimiento es invitado el hombre al diálogo con Dios: pues, si existe, es porque, habiéndole creado Dios por amor, por amor le conserva siempre, y no vivirá plenamente conforme a la verdad, si no reconoce libremente este amor y si no se entrega a su Creador”. (N° 19). Así pues, la llamada a la comunión con Dios es nuestra vocación esencial como hombres y como cristianos. Es preciso traer a nuestra mente y a nuestro corazón estas verdades tan fundamentales, a fin de que nuestra vida y nuestra misma existencia, no se pierdan en el aburrimiento o en la pérdida del tiempo. La comunión con Dios es nuestra meta final, pero es también una meta que ha ya iniciado de algún modo aquí sobre la tierra.

Ahora bien, esta vocación en Cristo es una llamada a participar en el misterio pascual. Es decir, a participar en la pasión, muerte y resurrección del Señor. El Señor, al llamarnos a la fe cristiana, no nos ha dejado como simples espectadores pasivos de la redención, sino que nos ha dicho “ven toma parte en la lucha del bien contra el mal, acoge esta singular llamada a redimir conmigo a la humanidad a través de tu propio sufrimiento, de los avatares de tu vida y de tu misma muerte”. ” Ven toma parte”. “No te avergüences -decía Pablo a Timoteo-, ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús. El Señor nos ha llamado a una vocación santa desde toda la eternidad. El cristiano es un hombre convocado, un hombre llamado a vivir una “nueva vida”, la vida en Cristo. Se trata de una llamada divina. No es una iniciativa personal, no es el producto de las obras o méritos personales. Es simplemente un don de Dios. Y este don pasa por la cruz y el sufrimiento, como hemos visto en la vida del apóstol y como vemos en el dramático testimonio de Jeremías. Aquel hombre de temperamento manso y sosegado, debe pasar la vida combatiendo a su pueblo y anunciando calamidades. Se siente burlado y engañado por Dios mismo. Decide no acordarse más de su creador, pero no puede, es como una llama que quema sus entrañas. Sí, la vocación pasa por momentos de total oscuridad, de sufrimiento tan radical que parece que Dios ha abandonado a su “llamado”. Pero no, Dios no olvida. Sus dones son sin arrepentimiento. Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas, que Dios no se olvida de sus creaturas.

Si así se mira la vocación cristiana, cambian muchas cosas en nuestra escala de valores. La cruz ya no será aquella triste realidad que hay que evadir a toda costa. No, la cruz será un camino de santificación. Por lo demás, todos tienen sus cruces y sus sufrimientos, pero mientras unos se rebelan contra su Hacedor, otros asumen humildemente la parte en la historia de la salvación que les corresponde. En el fondo, se trata de comprender el sentido de la cruz; de comprender su sentido salvífico; de comprender que el camino de la felicidad y paz interior pasa por el camino estrecho del calvario y de la aceptación gozosa de la cruz.

2. De la rebelión a la paz. En el profeta Jeremías encontramos una especie de enfrentamiento con Dios. De algún modo el profeta acusa a Yahvé de haberlo engañado, de no haber cumplido la promesa de su vocación. Algo así como una rebelión parece insinuarse en el alma del profeta. Poco después, sin embargo, vuelve a la esencia de su vocación: sabe que ha sido llamado, sabe que un fuego corre por sus venas y en sus huesos, sabe que no puede venir a menos en su compromiso. La rebelión es una grande tentación para los seres humanos. De frente a los incomprensibles y numerosos sufrimientos de la vida, especialmente los sufrimientos de los inocentes, el corazón humano parece pedir explicaciones y encararse, como Job, con Dios que permite aquella prueba. La rebelión tiene en su origen una tentación del demonio, que es rebelde y homicida por naturaleza. Donde hay rebelión, no hay paz. Donde hay rebelión no puede estar Dios. Donde hay rebelión se ha oscurecido el corazón humano y ha dejado caer la confianza en su Creador. Por eso, debemos procurar superar la rebelión. Superar ese estado en el que el alma desea constituirse señora y dueña de sí misma, sin percibir su condición creatural y sin percibir, cosa que es aún más dramática, el inmenso amor con el que Dios la ama. Los ángeles malos se rebelaron contra Dios y cayeron en desgracia. Se olvidaron del amor y su decisión fue irrevocable. Para ellos no hay sino desamor y dolor. No es ése el camino del cristiano. El cristiano es aquel que sabe sufrir como Cristo, aquel que desechando toda tentación de rebelión, se deja llevar por los misteriosos caminos de Dios. El Card. Newman expresaba esta conformidad con el actuar divino y este dejarse conducir por Dios de modo muy poético y profundo:

Guíame, luz bondadosa,
en medio de las tinieblas
que me rodean,
guíame adelante.
La noche es oscura,
me encuentro lejos del hogar,
guíame adelante.
Protégeme al caminar,
no te pido ver en lontananza,
me basta asegurar el paso siguiente.

No siempre fue así.
En el pasado yo no rezaba para que tú me guiases por el camino.
Amaba elegir y ver mi sendero,
pero ahora guíame Tú.
Amaba el tiempo soberbio y vanidoso y, a pesar de temores,
el orgullo y rebelión dominaban mi voluntad: no recuerdes más los años pasados.

Durante tanto tiempo me ha bendecido tu poder que,
sin duda, me seguirá guiando adelante todavía.
Me guiará en medio del brezal
y del pantano.
Me guiará por encima del peñasco
y del raudal
hasta que pase la noche.
Al amanecer sonreirán aquellos rostros angélicos
que he amado desde hace tanto tiempo, y que por breve tiempo he perdido.

Sugerencias pastorales

1. La paciencia en el cumplimiento de la propia vocación. Hay momentos en la vida en que parece que uno ya no es capaz de ser fiel a la vocación y a la palabra prometida. Esposos que ya no sienten las fuerzas para permanecer fieles a sus compromisos; padres que no saben cómo educar a sus hijos; personas consagradas que pasan por momentos tan oscuros en la vida, que sienten la tentación del abandono, de la incertidumbre, del desaliento. Situaciones del mundo, de la Iglesia, de la propia nación, de la propia familia… y uno se pregunta ¿quién pondrá concierto a tamaña tempestad? ¿Cómo puedo yo permanecer fiel a mis compromisos contraídos en juventud? ¿No habrá sido todo una ilusión, una quimera, un impulso insensato de juventud? ¿No será ilusión mi entrega, mi donación a los demás, a mi familia, a mis hijos? ¿Todo estará destinado a derrumbarse con el paso del tiempo y la fragilidad humana?

En estos momentos es cuando más debe acrecentarse la virtud de la esperanza, y cuando más fiel hay que ser a Dios y a la propia vocación. Como Jeremías, sepamos enfrentar el momento de la prueba. Esa inexplicable ausencia de Dios. Ese misterioso ocultamiento de la luz. Seamos pacientes. No dejemos el camino emprendido. No huyamos al primer golpe. No tiremos la vocación, la misión por la ventana. Sepamos esperar, puesto que los golpes de Dios son siempre golpes de amor, y, tarde o temprano, saldrá a flote la razón de tanta pena y tanto sufrimiento. No perdamos la confianza en aquel que nos ha llamado a una vocación santa. Que nada nos turbe y que nada nos espante, pues todo se pasa. Dios no se muda y la paciencia todo lo alcanza, decía Santa Teresa, quien se entendía bien de estos momentos de oscuridad.

2. No os ajustéis a este mundo. La exhortación del apóstol es verdaderamente actual. El mundo tiene criterios muy distintos a los criterios de Cristo. El mundo tiene un modo de pensar ajeno al amor, a la misericordia, a las bienaventuranzas. El mundo promueve el placer pasajero, la mentira, el aprovechamiento injusto del prójimo. El mundo proclama dichoso a quien triunfa independientemente de los medios que usa para ello. No es así, el modo de ser cristiano. El cristiano se transforma día a día por la renovación de su mente. Por una metanoia, es decir por un modo de pensar que va más allá de los simples criterios humanos, para adoptar los criterios sobrenaturales. En el fondo de este mundo sobrenatural está una verdad: la verdad del amor. La verdad del amor de Dios que nos ha amado hasta darnos a su Hijo unigénito y la verdad del hombre. El hombre es capaz de Dios, es capaz de conocer su amor, de descubrir su bondad y experimentar su cercanía. No nos ajustemos a los modos de ser del mundo vivamos en plenitud y valientemente nuestra cristiana condición, dando a los demás una razón para vivir.

Fuente/Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

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