“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

GOETHE
La madre de los hijos de Zebedeo
01/27/2020
Domingo 19o. del Tiempo Ordinario
01/27/2020

Meditando La Palabra

A – Domingo 18o. del Tiempo Ordinario

27 de enero de 2020

Primera: 1Is 55, 1-3
Salmo 144
Segunda: Rm 8, 35.37-39
Evangelio: Mt 14, 13-21

Nexo entre las lecturas

Nos encontramos ante una de las verdades más consoladoras de la Sagrada Escritura: el amor misericordioso de Dios que se revela en el rostro de Jesús. La primera lectura tomada del profeta Isaías (1L) nos habla del gran banquete de los tiempos mesiánicos al que todos estamos llamados. Basta que uno tenga “hambre o sed”, y es candidato apropiado para acercarse al amor de Dios. Es la pobreza humana la que conmueve el corazón de Dios. “Si alguno tiene sed, que venga, si tiene hambre que acuda, no importa que no tenga dinero” El hambre y la sed expresan adecuadamente esa necesidad vital y profunda que el hombre experimenta de Dios y de su amor. En el evangelio también aparece un grupo de hombres sin pan, sin sustento. Así como en el desierto Yahveh multiplicó los medios de sustento del pueblo hambriento, así Jesús hoy dará de comer a una multitud que no tiene con qué satisfacer sus necesidades básicas (EV). El alimento material nos lleva a la consideración de un alimento de carácter espiritual y que responde a la necesidad más esencial del hombre: su deseo de gustar a Dios, su anhelo de sentirse eternamente amado por Dios. El amor esponsal está inscrito en el alma humana con sello indeleble. De este amor ha hecho experiencia Pablo y lo proclama con franqueza y sencillez: ¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo? No hay potencia alguna que pueda apartarnos del amor de Cristo. En Cristo se revela el rostro amoroso del Padre (2L).

Mensaje doctrinal

1. La condición para ser alimentado por Dios. El banquete en la biblia es una imagen del amor de Dios. Cuando se habla del banquete escatológico, se habla del amor de Dios que se manifestará al final de los tiempos. Lugar y ocasión de felicidad y de regocijo. Las viandas son símbolos de aquella felicidad que ha vencido las penas de la vida: el agua que refresca y calma la sed; el vino que alegra el corazón del hombre; la leche y miel que expresan la abundancia, suavidad y belleza de la tierra prometida. El hombre tiene una sed profunda, como quedó manifiesto en el diálogo entre Jesús y la Samaritana. “Quien beba de este agua volverá a tener sed. Pero quien bebiere del agua que yo le daré, no volverá a tener sed. Se convertirá en él en una fuente que salte hasta la vida eterna”. El hombre es un eterno viandante y peregrino que conoce la sed y el hambre del camino. Es un ser que busca, que anhela, inquieto por encontrar su paz y su reposo. Sin embargo, no siempre acierta a dar con aquello que apaga la sed de su alma. La contemplación del mundo nos dice que es dramática su situación. Se despeña por cañadas profundas. Se abandona al mal y se hace sumamente cruel para sí mismo.

Por eso, el lenguaje del profeta Isaías es muy actual, es una invitación a no gastar en aquello que no nos da alimento, en aquello que nos deja igualmente hambrientos.

La condición que Dios nos pide para encontrar este agua, este vino, esta leche y miel, es la de escuchar su Palabra. Se trata de “inclinar el oído”, inclinar el alma, inclinar el orgullo, inclinar la vida entera para contemplar el Plan de Dios, la Alianza que Dios ha establecido con su pueblo. La fuente de la vita se encuentra en la Palabra de Dios que se hace precepto, que se hace orientación, que se hace alianza. Dios habla a su pueblo. Lo ama. No permitirá que permanezca en la esclavitud de Egipto, no tolerará que venere otros dioses, no dejará que el pueblo muera de hambre y sed en el desierto. El Señor recogerá a su pueblo de todos los lugares donde se había dispersado. El Señor ama a su pueblo. Él es el esposo fiel. Israel es la esposa infiel. Pero el amor de Dios no conoce arrepentimiento y sus planes subsisten de edad en edad. ¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios?

A nosotros, por tanto, nos corresponde escuchar la voz de Dios. Escuchar es una actitud bíblica. No es simplemente oír como transeúnte distraído y desmemoriado. Escuchar es acoger, es ponderar en el alma, como María. Escuchar es prestar el oído, prestar la aquiescencia de la inteligencia y voluntad. Escuchar es postrarse ante un Dios que habla y se revela. Escuchar es quitarse las sandalias para entrar en el lugar santo. Escuchar es recoger el alma y el espíritu, y decir con humildemente: “Heme aquí”. Ante un Dios que se revela el hombre debe prestar la humilde sumisión. Así pues, escuchar no es sólo abrir el oído, sino abrir el corazón, poner en práctica la palabra de Dios, obedecer su voluntad. El drama del hombre consiste en “no escuchar” la voz de Dios, no querer dar el asentimiento, no confiar en la veracidad y en el amor de quien se revela.

Pero el amor de Dios no se detiene ante nuestras reticencias para escucharle. Así, nos envía a su Hijo, a su unigénito. La Palabra de Dios. En él, Dios hecho hombre, nosotros contemplamos, en rasgos humanos, el amor del Padre, el rostro del Padre. Quien ha visto a Cristo ha visto al Padre. Él nos habla con amor. El nos manifiesta el amor de Dios. El da su vida por amor al Padre y por amor a los hombres. Cuando el evangelio de hoy nos dice que Jesús vio a la multitud, sintió lástima y curó a los enfermos, nos está hablando del amor de Dios que no se detiene ante el pecado, ante la aparente derrota de su creación y de la realidad humana. El viene a rescatar lo que se había perdido. Viene a manifestar que Dios es amor, y no viene a menos en su amor. Por eso, en el Tabor el Padre había proclamado solemnemente: “He aquí, mi Hijo, mi predilecto, escuchadle”. Escuchar la palabra de Cristo, ver su hoja de servicio, inclinar el oído ante sus palabras, alimentar nuestra vida y nuestro espíritu del amor de Dios, he aquí la tarea del hombre en esta tierra. “Venid a beber todos sin pagar”.

2. Tener sed y dar de beber. Tener hambre y dar de comer. He aquí dos experiencias del hombre: la experiencia del hambre y de la sed y la experiencia del dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento. El hombre padece sed y hambre. Ciertamente padece el hambre y la sed físicas. Tiene necesidad del agua y del alimento necesarios para la subsistencia. Pero padece, de modo más profundo, hambre y sed de verdad, de felicidad, de paz consigo mismo y con los demás. Es aquí donde se establece una paradoja: en la medida en que el hombre sacia la sed y el hambre de sus prójimos (próximos), en esa medida va saciando la propia sed. Si esto es así, quiere decir que la propia felicidad, la paz del alma, la realización espiritual, sólo se puede lograr en la entrega generosa a los demás. “Dadles vosotros de comer”. Así, quien se preocupa sólo por su propia sed, está tristemente condenado a no encontrar sosiego a su inquietud, ni bálsamo para sus heridas, ni agua que sacie su seco paladar. La realización personal pasa a través de la entrega sincera de sí mismo a los demás. Quien se busca a sí mismo, se pierde. Y el que se da y se pierde a sí mismo, se encuentra para la vida eterna. ¿Cómo despertar en nosotros el deseo de dar de comer y de dar de beber? ¿Cómo hacer para que la propia vida se convierta en un don de Dios para los demás? Esto es lo que Jesús pidió a sus apóstoles: “dadles vosotros de comer”. No es necesario que sigan padeciendo hambre, dadles vosotros de comer. La gracia vendrá de lo alto, pero los canales por los que se transmitirá sois vosotros: dadles vosotros de comer. En este domingo debe resonar en lo profundo del alma esta invitación: “dadles vosotros de comer”. El mundo está a la espera de la manifestación de los Hijos de Dios.

Sugerencias pastorales

Uno de los rasgos más propios de la vida cristiana es su sentido misionero. En el alma del cristianismo está el sentido de la misión, del envío, de la buena noticia que se debe anunciar. Por desgracia, este espíritu misionero se ha debilitado en la conciencia y en la práctica de algunas de nuestras comunidades, y en la vivencia práctica de muchos cristianos. Por ello, es interesante volver a descubrir las riquezas de nuestro bautismo y de nuestra vocación cristiana, y su carácter misionero.

Afortunadamente, se percibe en la Iglesia un renacer misionero. Hay dos documentos que han contribuido a esta nueva toma de conciencia: la exhortación apostólica Evangeli nuntiandi (1975) de Pablo VI y la carta encíclica Redemptoris missio (1990) de Juan Pablo II. En ésta última el Papa afirma:El presente Documento se propone una finalidad interna: la renovación de la fe y de la vida cristiana. En efecto, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal. (Redemptoris Missio 2) El ejemplo del Santo Padre y su encíclica sobre el tema, ha despertado un nuevo interés por la misión ad gentes. Se ha ido logrando poco a poco el fruto de la encíclica: renovación interna de la fe en los fieles. Son numerosas las iniciativas que se han puesto en marcha y otras que se están proyectando. Han surgido grupos de jóvenes, que a lo largo del año, especialmente en la semana santa, dedican tiempos específicos para ir a las pequeñas poblaciones para avivar la fe. Han surgido grupos de familias que, “en familia”, van de hogar en hogar para compartir la fe con otras familias menos afortunadas y sin tantos medios de formación como ellas. Es importante subrayar la segunda razón que mueve al Papa a hablar de la misión : Pero lo que más me mueve a proclamar la urgencia de la evangelización misionera es que ésta constituye el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el cual está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia. « Cristo Redentor —he escrito en mi primera Encíclica— revela plenamente el hombre al mismo hombre. El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo … debe … acercarse a Cristo. La Redención llevada a cabo por medio de la cruz ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo ».(3) (Redemptoris Missio 2)

Será muy útil buscar aquellos medios que favorezcan el espíritu misionero de nuestros fieles. En cada cristiano hay un corazón de apóstol. Es necesario avivarlo. Es necesario darle alas y medios de expresión. Es necesario “enviarlos a la misión”: darles vosotros de comer, dijo Jesús a sus apóstoles. Este es el mejor servicio que podemos prestar al mundo y a nuestros mismos fieles.

Fuente/Autor: P. Octavio Ortíz | Fuente: Catholic.net

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