“No se ha de llorar al que se nos adelanta, sino tratar de alcanzarlo. Esta frase de San Cipriano, un escritor cristiano que murió mártir en el 258, me viene a la mente todos los 2 de noviembre. Me recuerdo de mis familiares difuntos. Mi abuela, mi abuelo; mi prima Andrea que murió tan solo con 1 año; mi hermana Lucía que murió de leucemia a los 2 añitos; mis tíos Carlos y Enrique; Irma, mi nana de siempre, etc. Todos se me han adelantado. Todos ellos han corrido más rápido, han llegado a la meta. Ahora me queda a mí alcanzarlos.
Siempre me he preguntado sobre mi vida cuando miro a la muerte. Hago un balance para comprobar que el tiempo es corto, y que corremos cuesta abajo. Hago recuento sabiendo que el verdadero fiscal será la muerte y que conozco su veredicto de antemano. Compañera final e inevitable. Pero ¿amiga o enemiga?
Enemiga, y más que enemiga rival, cuando nos aparta a los seres queridos. ¡Qué tremenda e injusta es la muerte, que no nos mata a nosotros sino a los seres que amamos! Me recuerdo la muerte de mi hermanita. Dos añitos y consumida por el cáncer. La muerte de un joven es injusta, pero ¿qué decir de la muerte de una niña de 2 años?
Con el paso de los años, cada 2 de noviembre, cuando le llevo flores, me queda siempre claro, que al morir un niño ya nada me separa a mí de la muerte. Si esta criatura apenas perfumó la vida de mis padres, y se deshojó como las amapolas en medio de un vendaval, ¿cómo puedo pretender la muerte no puede estar cerca de mí?
Hay personas que mueren para ser recordadas y amadas más. El amor que nos unió a ellos siempre permanecerá vivo. ¿Son estas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la muerte? ¿O por el contrario engrandecen su poder?
Y cuando salgo del cementerio, me subo a mi carro y pongo la última canción de U2 para olvidar todas estas preguntas, pero siempre me parece sentir la voz de la muerte: Te engañas, lo que fue ya no es. Le respondo: Te engañamos, lo que fue no sólo sigue siendo, sino que existe más que nunca, porque lo amamos, y porque Él lo ama, y porque su amor es más fuerte que la muerte. Ella se ríe de mí y me desafía a pensar en mi muerte, en la realidad de mi propia desaparición, de mi regreso al polvo de donde vengo. Me espolea a vivir el minuto y el segundo, a intentar vivir también la vida que mi hermana no pudo vivir.
Cuando llego a mi casa, sigo turbado hasta que releo la poesía que mi abuelo compuso a mi hermanita el día en que le dimos no el adiós, sino el hasta pronto como le gusta decir a mi madre:
No ha muerto: duerme. Vedla sonreída.
Ayer, en esta alcoba silenciosa,
Feliz soñaba el sueño de la vida;
¡Hoy goza de otra vida aún más dichosa!
Murió en la paz y ahora en dulce calma.
La ilumina el reflejo de otro mundo
que al morir se entreabrió para su alma.
Vivió en la tierra una existencia pura
Y ahora junto a ella el espíritu sorprende
la santa eternidad de otra hermosura.
Vio, al expirar, a su Jesús tan adorado,
y abrió los ojos al fulgor del cielo,
Y Él le dijo: El sacrificio ha terminado:
¡Ven! y tendió el vuelo.
Fuente/Autor: Juan Carlos Mari