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Editorial

Sobradamente preparados (y hartos)

27 de enero de 2020

La sección de Música está temporalmente suspendida hasta inicio de Septiembre, porque se está acabando la transferencia de la Página. Gracias por su comprensión.

Si esto fuera una sesión de terapia, así me presentaría yo: Hola, me llamo Antonio, soy egresado de la Universidad Iberoamericana, vivía en Tecamachalco hasta hace seis años que me fui de México, y no tengo ganas de regresar.

Para crear un grupo de apoyo para emigrantes como yo podría invitar a mis amigos más cercanos, de los que 80% ya vive fuera de México, o a algunos de los 225 mil jóvenes con estudios técnicos y profesionales que, según datos del Consejo Nacional de Población (Conapo), se van cada año del país en busca de mejores oportunidades.

El Conapo señala también que, entre 2000 y 2005, emigraron en promedio 577 mil mexicanos cada año —el equivalente a la población de Tuxtla Gutiérrez—. Eso supone que los integrantes del reducido segmento de población nacional que tuvo acceso a educación superior —y a lo que conlleva ese estilo de vida en México: servicios de salud (privados), seguridad (privada), privilegios (públicos) y confianza en el futuro (propio)— supone ya 40% del contingente migratorio.

Cuando trabajaba como reportero en El Financiero —de 1998 a 2000— visité regiones de Michoacán y Puebla asoladas por el fenómeno de la migración masiva, y las razones que orillaban a sus habitantes a contratar los servicios del coyote picaban los ojos: sin fuentes de empleo, sin clínicas de salud en marcha, sin servicios escolares más allá de sexto grado, en ciertos casos sin agua potable, estaban sembradas de pueblos habitados —en el mejor lugar común de la geografía migratoria de antaño— sólo por niños, mujeres, ancianos y perros callejeros.

El paso del tiempo y la incapacidad para distribuir de forma más equitativa el Producto Interno Bruto que hace de México la duodécima economía mundial llevaron la opción migratoria por senderos menos rulfianos. Las ganas de irse al gabacho se hicieron herida urbana.

—¿Sientes nostalgia por México? —pregunté en 1999 a un ex chavo banda que había emigrado de Ciudad Neza a Nueva York y que se había establecido con su mujer y su hija, pequeñita, en Harlem.

—¿Quién va a sentir nostalgia por un lugar donde los niños andan encuerados en la calle, llenos de lodo?

Según cifras de la ONU, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional citadas por The New York Times (NYT), México es el país de América Latina que más gente expulsa de su territorio en números absolutos. Según el Conapo, 47% de los jóvenes preparados que se van lo hacen para huir de la pobreza.

La onda expansiva del boom migratorio ha llegado hasta colonias como el Pedregal, Del Valle o Ciudad Satélite. Ahora también impacta en graduados de universidades privadas, donde el espacio de estacionamiento para alumnos es tan grande como el espacio que ocupan las aulas, y en familias de provincia que antes sólo venían a hacer shopping a San Antonio (en cuya afluente zona norte la cifra de mexicanos de clase media alta que se están asentando ha crecido tanto que la gente ya la llama “La pequeña Monterrey”).

Irónicamente, los braceros de lujo —término acuñado por el cineasta Alfonso Cuarón— nos beneficiamos del inequitativo reparto de oportunidades que prevalece en México para huir de lo que no nos gusta y, al mismo tiempo, ponemos nuestro granito de arena para perpetuarlo. Bilingües, preparados y cosmopolitas, nos aprovechamos de la creciente demanda de profesionales calificados en el primer mundo.

Como publicó el NYT el lunes pasado en el reportaje “Preparados y bienvenidos: una nueva especie de migrante en boga”, “el número de inmigrantes con educación universitaria en [20] países desarrollados de Occidente creció 69% entre 1990 y 2000, según un análisis preparado por el Banco Mundial… De los 52 millones de trabajadores migrantes de esos países, 36% tenían algún grado de educación universitaria, contra 31% de la década anterior”.

Un inmigrante —no hablo de refugiados ni de exiliados— es un inconforme nato. Huir de la desesperanza que exuda la mixteca no tiene arreglo. Escapar de la pesadilla de los extrarradios es inherente al instinto de supervivencia. Pero hay algo inquietante, algo atrofiado y que reclama un ajuste, en las ganas de huir de quienes habitan los parajes más acomodados de un país que hasta hace poco parecía servido a su antojo.

Fuente/Autor: Antonio Ruiz Camacho

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