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Testimonios

San Rafael Guízar Valencia, obispo misionero

27 de enero de 2020

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 21 octubre 2006

Publicamos el artículo publicado en el diario «L’Osservatore Romano» por el padre Pedro Barrajón, L.C., profesor de Teología en el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum», sobre monseñor Rafael Guízar Valencia, primer obispo santo nacido en América Latina, canonizado el 15 de octubre por Benedicto XVI.

La Iglesia de México se prepara para la canonización del primer santo obispo mexicano; y no sólo de México sino de América Latina e incluso de toda América: Rafael Guízar Valencia (1878-1938). El Papa Benedicto XVI lo proclamará santo el próximo 15 de octubre junto con Felipe Smaldone, fundador del Instituto de las Hermanas Salesianas de los Sagrados Corazones, Rosa Venerini, fundadora de la Congregación de las Maestras Pías Venerini y Théodore Guérin, fundadora de la Congregación de las Hermanas de la Providencia de Santa María «ad Nemus». San Rafael también realizó el intento de fundar una Congregación religiosa, los Misioneros de Nuestra Señora de la Esperanza, pero las vicisitudes históricas de su patria no se lo permitieron.

Nació en Cotija de la Paz, en el estado de Michoacán, tierra fecunda en vocaciones sacerdotales, de una numerosa familia católica en el año 1978, el mismo año en que sube a la cátedra pontificia el Papa León XIII. A los nueve años queda huérfano de madre, Doña Natividad, que se distinguió por su piedad y su amor por los más pobres. A los doce años comienza los estudios en el colegio San Estanislao, dirigido por los Padres de la Compañía de Jesús y un año después en el seminario auxiliar de Cotija. Pero después de un período de tiempo, decide dejar el seminario para ayudar a su padre en los trabajos de la hacienda agrícola familiar. Una gracia especial e inesperada en el santuario mariano de la Virgen de San Juan del Barrio, cuando tenía 18 años de edad, lo lleva a ingresar en el seminario de Zamora. El 9 de junio de 1900 recibe el diaconado y un año después el 1 de junio de 1901, la ordenación sacerdotal en la catedral de esta misma ciudad.

Inicia su ministerio sacerdotal acompañando al obispo auxiliar de Zamora, Mons. José María Fernández en misiones populares por las diversas poblaciones de la extensa diócesis y se distingue por su celo ardiente por la salvación de las almas, su predicación fogosa y llena de devoción por el Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen Santísima así como por un amor de predilección por los pobres y pecadores. Al mismo tiempo es director espiritual y profesor del seminario de Zamora. En 1903 gestiona todos los trámites para la erección del primer colegio teresiano en la república mexicana en Zamora. Con su hermano Antonio, también sacerdote, funda la Congregación de Nuestra Señora de la Esperanza dedicada a la formación de misioneros. En 1905 bajo su patrocinio se abre un colegio en Jacona y algunos años después, en 1908, otro en Tulancingo.

Después de seis años de intensa y exitosa actividad pastoral, en 1907, le llega de modo inesperado la suspensión a divinis por parte de su obispo, motivada por acusaciones calumniosas. El joven padre Rafael Guízar da en este período testimonio de una fe fuerte y madura, de una obediencia ejemplar y de un amor incondicional a la Iglesia y a su obispo. Una vez levantada esta pena, en 1909, se sigue dedicando a misionar, esta vez en Tabasco y a la búsqueda de fondos para el periódico católico La Nación.

Mientras tanto llegan a México vientos de revolución y el padre Guízar debe salir de Zamora, acosada por los diversos ejércitos revolucionarios. Entonces comienza a ejercitar su ministerio sacerdotal en forma clandestina. En este período se distingue por su arrojo para arrostrar los más graves peligros con tal de atender espiritualmente a los moribundos y a los enfermos. De modo especial muestra su valor y su caridad pastoral en la asistencia a los moribundos en la decena trágica de 1913.

Condenado a muerte en varias ocasiones, logra escapar providencialmente con la ayuda de su vivo ingenio. Pero su permanencia en el país no puede prolongarse y tiene que salir rumbo al exilio, primero en 1915, al estado norteamericano de Texas y de aquí a Guatemala, en 1916 y finalmente a la isla de Cuba que será testigo de su fecundo apostolado misionero por un período de tres años (1917-1920). Mientras misiona en esta isla del Caribe en julio de 1919 el delegado apostólico para Cuba y el Caribe, Mons. Tito Trochi, le comunica el deseo del Papa Benedicto XV de nombrarlo obispo de Veracruz. En noviembre del mismo año recibe la consagración episcopal en la iglesia de San Felipe Neri de La Habana de manos del delegado apostólico. El primero de enero del año siguiente sale de Cuba en el buque La Esperanza con dirección al puerto de Veracruz. La diócesis que le espera es inmensa con cerca de setenta y dos mil kilómetros cuadrados de extensión y ochocientos kilómetros de costa; su población llegaba en la época a más de un millón doscientas mil personas de las cuales un ochenta por ciento eran analfabetos. La población indígena era muy elevada y vivía en extremas condiciones de pobreza. Muchos no hablaban el castellano; se comunicaban en sus idiomas nativos: el náhuatl, el totonaco, el huasteco, el popoluca, el otomí. Faltaban vías de comunicación. A muchos lugares sólo se accedía a caballo. Numerosos municipios carecían de luz eléctrica, de agua potable y de los servicios más elementales.

Encuentra una diócesis arrasada por las leyes persecutorias: el edificio del seminario ha sido confiscado; los seminaristas no pueden cursar sus estudios en la diócesis; deben ir a los seminarios de las diócesis vecinas. Sólo hay unos 60 sacerdotes. La Iglesia carece prácticamente de bienes materiales por las confiscaciones realizadas por las autoridades.

Al llegar a Veracruz el 4 de enero de 1920 le dan la noticia de que un terremoto de gran magnitud ha asolado buena parte de los poblados ubicados en la Sierra Madre Oriental. Mons. Guízar invita a los fieles a colaborar para ayudar a los damnificados. Él mismo ofrece para este fin su anillo episcopal y todo el dinero que la diócesis había reservado para festejarlo como nuevo obispo. Sin perder tiempo se dirige a las poblaciones más afectadas por el terremoto para ofrecerles su consuelo espiritual y la ayuda material que ha recogido para ellos en los primeros días. Aprovechará esta visita para realizar lo que lo caracterizará su ministerio episcopal: misionar.

En sus misiones populares, Mons. Guízar promovía los principales medios para favorecer la vida cristiana: la oración, la recepción de los sacramentos, la escucha de la Palabra de Dios, la formación doctrinal a través de la catequesis. Sus misiones dejaban renovada la fe de los pueblos y tocaba profundamente los corazones. Al final de la misma, se levantaba una gran cruz que conmemoraba la misión.

De los 18 años que fue obispo de Veracruz sólo ocho pudo permanecer dentro del territorio de la misma a causa del exilio que le impusieron en diversas ocasiones las autoridades del estado. En esto ochos años realizó tres veces la visita pastoral a un territorio extensísimo, a pesar d las dificultades naturales de comunicación, la escasez de caminos, las grandes distancias, las enfermedades que lo acosaban y las inclemencias del tiempo.

Mons. Guízar tuvo que sufrir en primera persona y en toda su diócesis las duras leyes antirreligiosas del presidente Plutarco Elías Calles y del gobernador del estado de Veracruz Adalberto Tejeda. Estas leyes negaban los más elementales derechos de libertad religiosa, consideraban a los ministros del culto como meros profesionistas, pero sin derechos civiles para poder votar en las elecciones. Los estados federales podían limitar a voluntad el número de sacerdotes y se impusieron severas penas a quienes no se ajustaran a estas disposiciones. Se expulsaron del país a numerosos sacerdotes extranjeros y se impidió ejercer la enseñanza de la religión a los sacerdotes en las escuelas, públicas o privadas, entre las que se catalogaban los mismos seminarios. La llamada Ley Calles de 1926 impedía ejercer el ministerio a sacerdotes no mexicanos. Ningún sacerdote estaba capacitado por ley para dirigir colegios públicos ni ser maestros de ninguna otra materia. Se suprimieron las órdenes religiosas. Los monasterios y conventos pasaron a ser de propiedad estatal así como los templos, las residencias episcopales, las casas parroquiales, los seminarios, los asilos y colegios pertenecientes a la Iglesia o a las órdenes religiosas. Los actos de culto debían ser realizados exclusivamente dentro de las iglesias. Se prohibía usar ningún tipo de distintivo clerical y se negaba asimismo la libertad de prensa en materia religiosa. Algunos obispos y el delegado apostólico fueron expulsados del país. Ante esta situación, Mons. Guízar tuvo que abandonar su diócesis para establecerse, después de diversas vicisitudes, en la Ciudad de México a donde trasladó su seminario y desde donde, a través de numerosa correspondencia, se mantuvo en continua comunicación con sus sacerdotes y fieles.

En este contexto político, Mons. Guízar fue amenazado por las autoridades políticas que le impusieron el destierro. El 23 de mayo de 1927 tuvo que salir de su patria rumbo a Laredo, Texas. En tierras de Norteamérica pasará unos seis meses misionando en Austin y San Antonio con comunidades de hispanos. De Texas pasará de nuevo a Cuba a finales de 1927, invitado por el obispo de Camagüey, Mons. Enrique Pérez Serantes. De aquí se dirigirá a Bogotá, Colombia, en donde la enfermedad y el agotamiento le imponen pasar un tiempo en el hospital. Una vez recuperado, inicia también misiones en varias ciudades del país. La gente le llama el «mueve corazones» por su capacidad de inflamar en el amor de Dios a las almas.

En 1929, habiendo dejado Calles la presidencia a Portes Gil, Mons. Guízar volvió a México, pasando por Guatemala. Pocos días después de su llegada se firmaron los acuerdos entre la Iglesia y el Estado que pondrán fin a la llamada guerra cristera. Lo primero que hizo al llegar de nuevo a su diócesis después del exilio fue tomar el pulso a la vida religiosa realizando una segunda visita pastoral.

Pero la situación de aparente calma para la iglesia veracruzana no duró mucho tiempo pues en junio de 1931 el gobernador del estado, Adalberto Tejeda promulgó leyes estatales que limitaron arbitrariamente el número de sacerdotes a uno por cada cien mil habitantes. El 25 de julio de 1931, agotadas todas las posibilidades jurídicas y de acuerdo con el Delegado Apostólico, Mons. Guízar decretó, como protesta por las injustas leyes, el cese del culto público. Pocos días antes de esa fecha había caído, víctima de la persecución religiosa, el joven sacerdote Darío Acosta quien, a sus veintitrés años, recién cumplidos, uno de los sacerdotes mártires más jóvenes de este sangriento período.

Vino entonces un período difícil para la diócesis de Veracruz. Su pastor debía vivir en el exilio, entre Puebla y México D.F.; los fieles no podían contar con la asistencia de sacerdotes, el gobierno había iniciado un programa de «desfanatización» que enseñaba a los niños los principios contrarios a la fe católica. El gobernador Tejeda emitió una orden de fusilamiento para el obispo Guízar quien, desde la ciudad de México, con gran valentía, al tener noticia de esta disposición, viajó hasta Xalapa y se presentó en el palacio del gobernador para que él mismo ejecutara tal orden. El gobernador Tejeda, al ver el arrojo del obispo, lo dejó en libertad.

Aunque Tejeda abandonó el poder en Veracruz en 1932, la situación nacional continuó inestable durante todos estos años. Su actividad como obispo siguió siendo muy precaria, limitada por las leyes anticlericales, aunque él nunca perdió del todo el contacto con sus fieles ni con sus sacerdotes.

En 1937 la muerte de una joven obrera, Leonor Sánchez, en la ciudad de Orizaba es la detonación para que los cristianos salgan a las calles a exigir sus derechos de culto. Una serie de manifestaciones en esa misma ciudad primero y luego en todas las principales ciudades del estado, conducen a las autoridades a abrir las iglesias que durante varios años han permanecido cerradas. Sin embargo el gobierno estatal no aceptó registrar a Mons. Guízar ni siquiera como sacerdote de la catedral de Xalapa. Sólo le permitían vivir en el obispado sin poder ejercer el ministerio. Por ello decide trasladarse provisoriamente a una ciudad cercana, Coatepec y desde aquí visita las diversas parroquias del inmenso obispado. A fines de 1937, con mermadas fuerzas físicas, inicia una misión en la región de Córdoba. El 26 de diciembre sufre un fuerte ataque de flebitis mientras predica en esta ciudad. Para evitar molestias a sus feligreses va a recuperarse a la ciudad de México, donde está ubicado su seminario clandestino. En los primeros meses del año 1938 sus fuerzas se van debilitando a causa de complicaciones cada vez más serias de la diabetes.

Aunque muy débil, todavía el 19 de mayo de 1938 pudo asistir a la misa de la peregrinación de fieles de su diócesis a la Basílica de Guadalupe, celebrada por el obispo de Cuernavaca, Mons. Francisco González Arias. El 6 de junio, lunes de Pentecostés, fallece en una pobre casita de la ciudad de México, después de haber recibido la Santa Comunión de manos de su hermano Antonio, obispo de Chihuahua.

Al conocerse su muerte numerosos obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosas y fieles acuden a rezar por su alma y a rendirle el último tributo. El cuerpo fue trasladado, por voluntad suya, a Xalapa pues él quería reposar en su diócesis. Al paso de la carroza mortuoria por las diversas poblaciones de la diócesis, la gente se agolpaba para verlo. Le arrojaban flores desde los balcones de las casas y se acercaban para tocar el féretro en señal de amor y de veneración a su Pastor. Finalmente pocos kilómetros antes de entrar a Xalapa, los fieles quisieron que el féretro entrara a hombros y bajo vítores de la multitud al Pastor que había acercado sus almas a Dios a través de la predicación y del testimonio de su vida santa.

Durante mucho tiempo, hasta el año 1950, sus restos reposaron en el cementerio viejo de Xalapa. El 28 de mayo de este año su cuerpo fue exhumado y encontrado incorrupto. Dos años después se inició el proceso diocesano de beatificación. En 1974 el proceso pasó a Roma donde en 1981 se reconocieron canónicamente sus virtudes heroicas. En 1994 la Congregación para la Causa de los Santos reconoció un milagro por intercesión de Mons. Guízar, el nacimiento de un niño de una mujer con una enfermedad que la imposibilitaba para tener hijos. El Papa Juan Pablo II el 29 de enero de 1995 lo proclama beato en la plaza de San Pedro. El segundo milagro necesario para la canonización, el nacimiento sano de un niño a quienes los doctores le reconocieron en el seno materno el labio leporino y el paladar hendido, fue reconocido oficialmente el 26 de abril del 2006.

Mons. Rafael Guízar fue en su vida ejemplo de numerosas virtudes. Su fe sencilla y gigantesca le permitían vivir continuamente el misterio de Dios con naturalidad y al mismo tiempo con gran hondura. Su esperanza gozosa le ayudó a ser fiel y perseverar en medio de las numerosas dificultades que tuvo que afrontar en su ministerio. Su humildad evangélica le permitía considerar su condición de creatura y a depender de Dios en todo momento, buscando en todo momento la gloria de Dios por encima de la suya propia. La pobreza real y de espíritu con que vivió su sacerdocio sirvió de modelo para su presbiterio y para todos los fieles. Fue un obispo pobre, que vivió y murió pobre, confiado en todo momento en la providencia de Dios. Su pureza de cuerpo y de corazón le permitió encauzar su apasionado corazón para amar a Dios por encima de todos y de todo.

Pero quizás la virtud que vivió de modo más eximio fue la caridad pastoral que le hizo vivir en todo momento como obispo evangelizador y misionero. Porque quería dar lo mejor a sus fieles, además de las numerosas ayudas materiales que les procuraba, quiso darles a conocer el amor de Dios. Fue Mons. Guízar un obispo eminentemente misionero y evangelizador que, al estilo de San Pablo, no podía vivir sin predicar la palabra de Dios a sus hermanos, como el mayor y más delicado acto de caridad hacia ellos. Vivió predicando y quiso continuar después de su muerte su labor misionera, cosa que realiza actualmente a través de su intercesión desde la gloria celeste. De este modo la providencia divina, al permitir que un obispo misionero como Mons. Guízar sea el primero en recibir el honor de los altares, presenta un elevado programa de santidad apostólica y misionera para todos los obispos, sacerdotes y fieles del continente americano.

Fuente/Autor: Zenit

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