“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

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Mundo Joven

Respuestas del Papa a los Jóvenes

27 de enero de 2020

¿Que importancia tiene el diálogo y el anuncio?

¿Quién es Jesucristo?

¿Qué dice el Evangelio sobre los problemas de hoy?

¿Porqué el Papa se encuentra con los hombres de estado?

¿Porqué decimos que la Iglesia es una y Universal?

¿Cómo lograr la felicidad en el mundo de hoy?

¿Porqué aceptar las exigencias del orden moral?

¿En qué consiste la vocación cristiana?

¿En qué consiste la vocación sacerdotal o religiosa?

¿Qué importancia tiene la oración hoy?

¿Cuál es el ministerio del Papa?

¿Cómo ser fiel a la Palabra de Dios?

¿Confía el Papa en la unidad entre los cristianos?

¿Cómo promover la paz y la justicia en el mundo?

¿Cómo ayudar al desarrollo del tercer mundo?

¿Cómo ser testigo de Cristo?

¿Cuál es la tarea de los jóvenes y las jóvenes en la Iglesia?

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LAS RESPUESTAS

Diálogo y Anuncio

Os doy gracias por este encuentro que habéis querido organizar como una especie de diálogo. Habéis querido hablar con el Papa. Lo cual es muy importante por dos razones.

La primera, porque este modo de actuar nos traslada directamente a Cristo; en Él se desarrolla constantemente un diálogo, una conversación de Dios con el hombre y del hombre con Dios.

Cristo -como habéis oído- es el Verbo, la Palabra de Dios. Es el Verbo eterno. Este Verbo de Dios, como el hombre, no es la palabra de un “gran monólogo”, sino que es la Palabra del “diálogo incesante” que se desarrolla en el Espíritu Santo. Sé que esta frase es difícil de comprender, pero yo la digo igualmente y os la dejo para que la meditéis. ¿No hemos, quizá, celebrado esta mañana el misterio de la Santísima Trinidad?

La segunda razón es ésta: el diálogo responde a mi convicción personal de que ser el servidor del Verbo, de la Palabra, quiere decir “anunciar” en el sentido de “responder”. Para responder conviene conocer las preguntas. Por eso está bien que las hayáis planteado; de otra forma habría tenido yo que adivinarlas para poderos hablar, para poderos responder.

He llegado a esta convicción no sólo a causa de mi antigua experiencia como profesor a través de la cátedra o en los grupos de trabajo, sino sobre todo a través de mi experiencia de predicador; en las homilías o durante los retiros espirituales. Y la mayoría de las veces yo me dirigía a los jóvenes; era a los jóvenes a quienes ayudaba a encontrar al Señor, a escucharlo y también a responderle.

¿Quién es Jesucristo?

Vuestra pregunta central se refiere a Jesucristo. Queréis oírme hablar de Jesucristo y me preguntáis quien es para mí, Jesucristo.

Permitidme que yo os devuelva la misma pregunta y os diga: para vosotros, ¿quién es Jesucristo? De ese modo, y sin eludir la cuestión, os diré también mi respuesta, diciendo lo que es para mí.

El Evangelio todo entero es el diálogo con el hombre, las diversas generaciones, con las naciones, con las diversas tradiciones…, pero siempre y continuamente un diálogo con el hombre, con cada hombre, uno, único, absolutamente singular.

Al mismo tiempo, se encuentran muchos diálogos en el Evangelio. Entre ellos, considero especialmente elocuente el diálogo de Cristo con el joven rico.

Voy a leeros el texto, porque quizá no todos vosotros lo recordáis bien. Es el capítulo 19 del evangelio de Mateo.

“Acercósele uno y le dijo: ‘Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?’ Él le dijo: ‘¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno sólo es bueno: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió: ‘No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre, y ama al prójimo como a ti mismo’. Díjole el joven: ‘todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Dijole Jesús: ‘Si quieres ser perfecto ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme’. Al oír esto el joven se fue triste porque tenía muchos bienes”.

¿Por qué Cristo dialoga con este joven? La respuesta se lee en el texto evangélico. Y vosotros me preguntáis por qué yo, en todas partes adonde voy, quiero encontrarme con los jóvenes.

Respondo: porque “el joven” significa el hombre que, de manera especial, de manera decisiva; está en trance de “formación”. Eso no quiere decir que el hombre no se esté formando durante toda su vida; se dice que “la educación comienza ya antes del nacimiento” y dura hasta el último día. Sin embargo, la juventud, desde el punto de vista de la formación, es un periodo especialmente importante, rico y decisivo. Y si reflexionáis sobre el diálogo de Cristo con el joven rico encontraréis la confirmación de lo que acabo de decir.

Las preguntas de ser joven son esenciales. Las respuestas lo son también.

El Evangelio y los problemas de hoy

Esas preguntas y esas respuestas no son esenciales solamente para el joven en cuestión, importantes por su situación de entonces; son igualmente de primera importancia y esenciales para el tiempo actual. Por eso, a la cuestión de saber si el Evangelio puede responder a los problemas de los hombres de hoy, yo respondo: no solamente “es capaz de ello, sino que hay que ir más lejos; sólo el Evangelio da una respuesta total, que va completamente hasta el fondo de las cosas”.

He dicho al comienzo que Cristo es el Verbo, la Palabra de un diálogo incesante. Él es el diálogo, el diálogo con todo hombre, si bien algunos no se presenten a él, ni todos sepan como llevarlo adelante, e incluso hay quienes rechazan explícitamente ese diálogo. Se alejan… Y, sin embargo…, quizás ese diálogo sigue entablado también con ellos. Yo estoy convencido de que es así. Más de una vez este diálogo “se desvela” de modo inesperado y sorprendente.

El contacto con los hombres de estado

Recojo también vuestra pregunta con la que queréis saber por qué, en los diversos países donde voy, y también en Roma, hablo con los diversos Jefes de Estado.

Simplemente, porque Cristo habla con todos los hombres, con todo hombre. Por otra parte, pienso que -no lo dudéis- no hay menos cosas que decir a los hombres que tiene tan grandes responsabilidades sociales que al joven del Evangelio, y que a cada uno de vosotros.

A vuestra pregunta sobre el tema de mis conversaciones con los Jefes de Estado, responderé que yo les hablo muy a menudo precisamente de los jóvenes. No en balde, de la juventud depende “el día de mañana”. Estas últimas palabras están sacadas de una canción que los jóvenes polacos de vuestra edad cantan frecuentemente: “De nosotros depende el día de mañana. Yo también la he cantado más de una vez con ellos. Por otra parte, me ha gustado siempre mucho cantar canciones con los jóvenes, por la música y por las palabras. Evoco este recuerdo porque me habéis hecho preguntas sobre mi patria; pero para responder a ello, tendría que hablaros más detenidamente.

La Iglesia es una y Universal

Evidentemente esta pregunta es más amplia y va mucho más allá de cuanto acabo de decir respecto a la Iglesia en Francia o en Polonia. En efecto, una y otra son “occidentales”, ya que pertenecen al mismo ámbito de la cultura europea y latina, pero mi respuesta será la misma. Por su naturaleza, la Iglesia es una y universal. Llega a ser Iglesia de cada nación, o de los continentes, o de las razas, a causa y en la medida en que esas sociedades aceptan el Evangelio y hacen de él, por así decirlo, propiedad suya. Recientemente he estado en África. Todo indica que las jóvenes Iglesias de ese continente tiene plena conciencia de ser africanas. Y aspiran conscientemente a vincular el cristianismo con las tradiciones de sus culturas. En Asia, y sobre todo en el Extremo Oriente, se cree frecuentemente que el cristianismo es la religión “occidental”, y, sin embargo, yo no dudo de que las Iglesia allí establecidas sean Iglesia “asiáticas”.

La felicidad en el mundo de hoy

El joven del Evangelio pregunta: “Señor ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?” (Mt. 19, 16).

Y ahora vosotros planteáis esta cuestión: ¿Se puede ser feliz en el mundo de hoy?

¡En verdad os planteáis la misma pregunta del joven! Cristo le responde -a él y también a vosotros, a cada uno de vosotros-: Sí, se puede. Esto es, en efecto lo que responde aunque sus palabras sean aquellas: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt. 19, 17) Y responderá también más adelante: “Si quieres ser perfecto, ve vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme” (cf. Mt. 19, 21)

Estas palabras significan que el hombre no puede ser feliz más que en la medida en que es capaz de aceptar las exigencias que le plantea su propia humanidad, su dignidad de hombre, Las exigencias que le plantea Dios.

Las exigencias del orden moral

Así, pues, Cristo no responde solamente a la pregunta de si se puede ser feliz, sino que dice además cómo se puede ser feliz, en qué condiciones. Esta respuesta es totalmente original y no puede ser superada; ni puede dejar de tener vigencia. Debéis reflexionar mucho sobre ella y adaptarla a vosotros mismos. La respuesta de Cristo comprende dos partes. En la primera, se trata de observar los mandamientos. Y aquí, yo haría una digresión motivada por una de vuestras preguntas sobre los principios que la Iglesia enseña en el terreno de la moral sexual. Exponéis vuestra preocupación al ver que son difíciles y que los jóvenes podrían, precisamente por esa razón, alejarse de la Iglesia. Y yo os respondo: si pensáis en esta cuestión seriamente y vais al fondo del problema, os aseguro que os daréis cuenta de una sola cosa: en este terreno, la Iglesia plantea solamente las exigencias que están estrechamente ligadas al amor matrimonial y conyugal verdadero, es decir, responsable. Exige lo que requiere la dignidad de la persona y el orden social fundamental. Yo no niego que haya exigencias. Pero es justamente ahí donde se halla el punto clave del problema: el hombre se realiza a sí mismo solamente en la medida en que sabe imponerse a sí mismo esas exigencias. En caso contrario, se aleja “todo triste”, como acabamos de leer en el Evangelio. La permisividad moral no hace a los hombres felices. La sociedad de consumo no hace a los hombres felices. No lo han hecho jamás.

La vocación cristiana

En el diálogo de Cristo con el joven. hay como he dicho, dos fases. En la primera se trata de los mandamientos del Decálogo, es decir, las exigencias fundamentales de toda moralidad humana. En la segunda, Cristo dice: “Si quieres ser perfecto… ven y sígueme” (Mt. 19, 21)

Este “ven y sígueme” es un punto central y culminante de todo este episodio. Esas palabras indican que no se puede aprender del cristianismo como una lección compuesta de numerosos y diversos capítulos, sino que hay que enlazarlo siempre con una Persona, con una persona viviente: con Jesucristo. Jesucristo es el guía, es el modelo. Se le puede imitar de diversos modos y en diversa medida, hacer de Él la “regla” de la propia vida.

Cada uno de nosotros es como un “material” particular del que se puede -siguiendo a Cristo- obtener cierta forma concreta, única y absolutamente singular de la vida, que puede llamarse la vocación cristiana. Sobre este punto se han dicho muchas cosas en el último Concilio, por lo que se refiere a la vocación de los laicos.

La vocación sacerdotal o religiosa

Habéis hecho otra pregunta sobre mi propia vocación sacerdotal. Trataré de responderos brevemente, siguiendo la línea de vuestra pregunta. Así, pues, diré en todo: hace dos años que soy Papa hace más de veinte que soy obispo, y, sin embargo, para mí sigue siendo lo más importante el hecho de ser sacerdote. El hecho de poder diariamente celebrar la Eucaristía, de poder renovar el propio sacrificio de Cristo, ofreciendo en Él todas la cosas al Padre: el mundo, la humanidad, yo mismo. En eso, ciertamente, consiste la justa dimensión de la Eucaristía. Por eso también tengo presente en mi memoria ese desarrollo interior, mediante el cual “yo oí” el llamamiento Cristo al sacerdocio, ese especial “ven y sígueme”.

Al confiaros estas cosas, yo exhorto a cada uno y cada una de vosotros, a que prestéis mucha atención a esas palabras evangélicas. Con ello se formará hasta el fondo vuestra humanidad y se definirá la vocación cristiana de cada uno de vosotros. Y quizá, por vuestra parte, oiréis también la llamada al sacerdocio o a la vida religiosa. Francia, hasta hace poco tiempo, era rica de vocaciones. Ha dado, entre otras cosas, a la Iglesia muchos misioneros y muchas religiosas misioneras. Ciertamente Cristo continúa hablando en las orillas del Sena y dirige siempre la misma llamada. Escuchad atentamente. Conviene en la Iglesia nunca falten quienes “han sido escogidos de entre los hombres”, a los cuales Cristo establece de modo especial, “para el bien de los hombres” (Heb. 5, 1) y envía a los hombres.

La oración

Habéis hecho también una pregunta sobre la oración. La oración puede definirse de muchas maneras. Pero la más frecuente es llamarla un coloquio, una conversación, un entretenerse con Dios. Al conversar con alguien no solamente hablamos, sino que demás escuchamos. La oración, por lo tanto, es también una escucha. Consiste en ponerse a escuchar la voz interior de la gracia. A escuchar la llamada. Y entonces, ya que me preguntáis como reza el Papa, os respondo: como todo cristiano; habla y escucha. A veces, reza sin palabras, y es entonces cuando más escucha. Lo más importante es precisamente lo que “oye”. Trata también de unir la oración a su obligaciones, a sus actividades, a su trabajo y unir su trabajo a la oración. De esa mera, día tras día, trata de cumplir su “servicio”, su “ministerio”, que se deriva de la voluntad de Cristo y de la tradición viviente de la Iglesia.

El ministerio del Papa

Me preguntáis también como veo yo ese servicio ahora que va ha hacer dos años que fui llamado a ser Sucesor de Pedro. Lo veo sobre todo como una maduración en el sacerdocio y como la permanencia en la oración como María, la Madre de Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, que eran asiduos en la oración, dentro del cenáculo de Jerusalén, cuando recibieron el Espíritu Santo. Además de esto, encontraréis mi respuesta a esa pregunta al examinar las restantes. Y sobre todo la que se refiere a la realización del Concilio Vaticano II (pregunta número 14) Preguntáis si es posible. Y yo respondo: no solamente es posible la realización del Concilio. Sino que es necesaria. Y esta respuesta es ante todo la respuesta de la fe. Es la primer respuesta que di la mañana siguiente a mi elección. ante los cardenales reunidos en la capilla Sixtina. Es la respuesta que me di a mismo y los demás primeramente como obispo y como cardenal y es la respuesta que doy constantemente, es ese el problema principal. Creo que, a través del Concilio, se han realizado para la Iglesia en nuestra época las palabras de Cristo, con las que prometio a su Iglesia el Espíritu de verdad, que conducía a las almas y los corazones de los Apóstoles y de sus sucesores, permitiéndoles permanecer en la verdad, realizando a la luz de esa verdad “los signos de los tiempos”. Es justamente lo que el Concilio ha hecho en función de las necesidades de nuestro tiempo, de nuestra época, Creo que, gracias al Concilio, el Espíritu Santo “habla” a la Iglesia. Digo esto, recogiendo la expresión de San Juan. Nuestro deber es comprender, de modo firme y honrado, lo que “dice el Espíritu” y ponerlo en práctica, evitando las posibles desviaciones, desde cualquier punto de vista, del camino que el Concilio ha trazado.

Fidelidad a la Palabra de Dios

El servicio del obispo, y en particular el del Papa, esta ligado a una responsabilidad especial en relación a lo que dice el Espíritu: está ligado a esa responsabilidad por lo que respecta al conjunto de la fe de la Iglesia y de la moral cristiana. En efecto, son esa fe y esa moral las que deben enseñar en la Iglesia los Obispos con el Papa, vigilando a la luz de la Tradición siempre viva, sobre su conformidad, con la palabra de Dios revelada. Por eso deben a veces darse cuenta también de que ciertas opiniones, ciertas publicaciones manifiestan claramente la falta de esa conformidad. No constituyen una doctrina autentica de la fe cristiana y de la moral. Y al hablar de esto respondo a una de vuestras preguntas . Si tuviéramos más tiempo, podría dedicar a este problema una exposición más amplia, sobre todo porque en este terreno abundan las informaciones falsas y las explicaciones erróneas; pero hoy hemos de contentarnos con esta pocas palabras.

El don de la unidad entre los cristianos

Querríais saber si yo espero la unidad de las iglesias y cómo me la figuro. Os responderé lo mismo que a propósito de la aplicación del Concilio. También ahí veo una llama particular del Espíritu Santo. Por lo que respecta a su realización a las diversas etapas de esta realización, encontramos en la enseñanza del Concilio todos los elementos fundamentales. Estos son los que hay que poner en práctica, buscando sus aplicaciones concretas y, sobre todo, rogando siempre con fervor, constancia y humildad. La unión de los cristianos no puede realizarse más que con una maduración profunda en la verdad una conversión constante de los corazones. Todo esto debemos hacerlo según nuestras capacidades humanas, revisando todos los “procesos históricos” que han durado tantos siglos, Pero, en definitiva, esta unión, por la que no debemos ahorrar ni esfuerzo ni trabajos, será el don de Cristo a su Iglesia. Como ya es de hecho un don suyo el que hayamos entrado en el camino de la unidad.

Promover la paz y la justicia en el mundo

Siguiendo con la lista de vuestras preguntas os respondo. Ya he hablado muchas veces de los deberes de la Iglesia en el campo de la justicia y de la paz, siguiendo la estela de las actividades de mis grandes predecesores Juan XXIII y Pablo VI. Hago referencia a todo esto porque me habéis preguntado: ¿qué podemos hacer por esta causa nosotros lo jóvenes? ¿Podemos hacer algo para impedir una nueva guerra, una catástrofe que sería incomparablemente más terrible que la anterior? Creo que, en la formulación misma de vuestras preguntas, encontraréis la respuesta esperada. Leed esas preguntas, meditadlas. Haced de ellas un programa comunitario, un programa de vida. Vosotros los jóvenes tenéis ya la posibilidad de promover la paz y la justicia allí donde estáis, en vuestro mundo. Eso supone ya actitudes precisas de acierto al enjuiciar la verdad sobre vosotros mismos y sobre los otros, un deseo de justicia basado sobre el respeto de los demás a sus diferencias, a sus derechos importantes; así se prepara un clima de fraternidad para el mañana, cuando vosotros tengáis grandes responsabilidades en la sociedad. Si se quiere hacer un mundo nuevo y fraternal, conviene preparar hombres nuevos.

Ayudar al desarrollo del tercer mundo

Y ahora, la pregunta sobre el Tercer Mundo. Es un gran tema histórico, cultural, de civilización. Pero es sobre todo un problema moral. Preguntáis con toda razón cuales deben ser las relaciones entre nuestro país y los países del Tercer Mundo: de África y de Asia, Hay ahí, efectivamente, grandes obligaciones de orden moral. Nuestro mundo “occidental” es al mismo tiempo “septentrional” (europeo o Atlántico) Sus riquezas y su progreso deben mucho a los recursos y a los hombre de estos continentes. En la nueva situación en que nos encontramos después del Concilio, no se puede continuar buscando allí solamente la fuente de un enriquecimiento ulterior y del propio progreso. Se debe conscientemente y organizándose para ello, ayudarles en su desarrollo. Ese es quizá el problema más importante por lo que respecta a la justicia y a la paz en el mundo de hoy y de mañana. La solución de ese problema depende de la generación actual, y dependerá de vuestra generación y de las que seguirán. Aquí también se trata de continuar el testimonio dado a Cristo y a la Iglesia por muchas generaciones anteriores de misiones, religiosos y laicos.

Ser testigo de Cristo

Y ahora la pregunta sobre cómo ser hoy testigos de Cristo. Es la cuestión fundamental, la continuación de la meditación central de nuestro diálogo, la conversación de Jesús con el joven. Cristo le dice “sígueme”. Es lo que le dijo a Simón, hijo de Juan, a quien dio el nombre de Pedro; a su hermano Andrés, a los hijos de Zebedeo, a Natanael. Dijo “sígueme” para repetir luego, después de la resurrección “seréis mis testigos” (Act. 1, 8). Para ser testigos de Cristo, para dar testimonio de El, ante todo hay que seguirle. Hay que aprender a conocerle, hay que ponerse por decirlo así, en su escuela, penetrar todo su misterio. Es una tarea fundamental y central. Sino lo hacemos así, si no estamos dispuestos a hacerlo constante y honradamente, nuestro testimonio corre el riesgo de ser superficial y exterior. Corre el riesgo de no ser un testimonio, Si, por el contrario seguimos atentos a esto, el mismo Cristo nos enseñará, mediante su Espíritu, lo que tenemos que hacer, cómo debemos comportarnos, en qué y cómo debemos comprometernos, cómo llevar adelante el diálogo con el mundo contemporáneo, ese diálogo que Pablo VI denominó dialogo de salvación.

Tarea de los jóvenes y las jóvenes en la Iglesia

Por consiguiente, si me preguntáis “¿Qué debemos hacer en la Iglesia, sobre todo nosotros los jóvenes?” tengo que responderos: aprender a conocer a Cristo. Constantemente. Aprender de Cristo. En Él se encuentran verdaderamente los tesoros insondables de la sabiduría y de la ciencia. En el, el hombre, sobre quien pesan sus limitaciones, sus vicios, sus debilidades y sus pecados, se convierte realmente el “hombre nuevo”, se convierte en el hombre “para los demás” y se convierte también en la gloria de Dios, porque la gloria de Dios, como dijo en el siglo II San Ireneo de Lyon, obispo y mártir, es el “hombre viviente”. La experiencia de dos milenios nos enseña que, en esta obra fundamental, la misión de todo el Pueblo de Dios no existe ninguna diferencia esencial entre el hombre y la mujer. Cada uno en su genero según as característica específicas de la feminidad y la masculinidad, llega a ser ese “hombre nuevo”, es decir, ese hombre “para los demás” y, como hombre viviente, llega hacer la gloria de Dios, en el sentido jerárquico, está dirigida por los sucesores de los apóstoles, y, por lo tanto, por hombres, es todavía más verdad que, en el sentido carismático, las mujeres la “conducen” igualmente, e incluso mejor todavía: os invito pensar frecuentemente en María, la Madre de Cristo.

Antes de concluir este testimonio basado en vuestras preguntas, quisiera una vez más dar las gracias muy especialmente a los numerosos representantes de la juventud francesa que, antes de mi llegada a París, me enviaron millares de cartas. Os agradezco el que hayáis manifestado este vínculo, esta comunión, esta corresponsabilidad. Y deseo que ese vinculo, esta comunión y esa corresponsabilidad continúen ahondándose y desarrollándose tras nuestro encuentro de esta noche.

Os pido también que reforcéis vuestra unión con los jóvenes de toda la Iglesia y de todo el mundo, en el Espíritu de esta certeza de que Cristo es nuestro camino, la verdad y la vida (cf. Jn. 14, 6)

Unámonos ahora en esa oración que Él mismo nos enseñó, cantando el “Padre Nuestro”. Y recibid todos, para vosotros, para los chicos y chicas de vuestra edad, para vuestras familia y para los hombres que más sufren la bendición del Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro.

“Padre nuestro que estas en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal, Amén”.

Fuente/Autor: El Papa a los jóvenes de Francia, Junio de 1980

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