SYDNEY, Australia
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este sábado al presidir la celebración eucarística en la catedral de Santa María en Sydney en presencia de sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas novicios y novicias de la archidiócesis.
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Queridos hermanos y hermanas
Me complace saludar en esta noble catedral a mis hermanos Obispos y sacerdotes, a los diáconos, a los consagrados y a los laicos de la Archidiócesis de Sidney. De un modo especial dirijo mi saludo a los seminaristas y a los jóvenes religiosos que están con nosotros. Como los jóvenes israelitas de la primera lectura de hoy, ellos son un signo de esperanza y de renovación para el Pueblo de Dios; y, también como aquellos, tienen igualmente el deber de edificar la casa de Dios para las próximas generaciones. Mientras admiramos este magnífico edificio, ¿cómo no pensar en la muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, cada uno a su manera, han contribuido a construir la Iglesia en Australia? Pienso particularmente en las familias de colonos a las que el Padre Jeremías O’Flynn confió el Santísimo Sacramento en el momento de partir, un «pequeño rebaño» que tuvo en gran estima aquel tesoro precioso y lo conservó, entregándolo a las generaciones posteriores que edificaron este gran tabernáculo para gloria de Dios. Alegrémonos por su fidelidad y perseverancia, y dediquémonos a continuar sus esfuerzos por la difusión del Evangelio, la conversión de los corazones y el crecimiento de la Iglesia en la santidad, la unidad y la caridad.
Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su auto-oblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.
En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.
Sabemos que al final -como vio claramente san Ignacio de Loyola- el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.
En esta verdad -el misterio de la fe- es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.
Queridos amigos, que esta celebración, en presencia del Sucesor de Pedro, sea un momento de reedificación y de renovación de toda la Iglesia en Australia. Deseo hacer aquí un inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos sentido a causa de los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes y religiosos de esta Nación. De verdad estoy profundamente mortificado por el dolor y el sufrimiento soportados por las víctimas y les aseguro que, como su Pastor; comparto su sufrimiento [esta frase fue pronunciada por el Papa improvisando, dejando a un lado los papeles, ndr.]
Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Éstos han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. Os pido a todos que apoyéis y ayudéis a vuestros Obispos, y que colaboréis con ellos en combatir este mal. Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano, especialmente para los jóvenes. En estos días, marcados por la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, estamos invitados a reflexionar sobre el precioso tesoro que nos ha sido confiado en nuestros jóvenes, y cómo gran parte de la misión de la Iglesia en este País ha estado dedicada a su educación y cuidado. Mientras la Iglesia en Australia continúa con espíritu evangélico afrontando con eficacia este serio reto pastoral, me uno a vosotros en la oración para que este tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación y una fidelidad cada vez más grande a las exigencias morales del Evangelio.
Deseo ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento a los seminaristas y jóvenes religiosos que están aquí. Queridos amigos, con gran generosidad os estáis encaminando por una senda de especial consagración, enraizada en vuestro Bautismo y emprendida como respuesta a la llamada personal del Señor. Os habéis comprometido, de modos diversos, a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo atrás y a dedicar vuestra vida a buscar la santidad y a servir a su pueblo.
En el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn 12,36). Estas palabras tienen un significado especial para vosotros, queridos jóvenes seminaristas y religiosos. Son una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente en sus promesas. Nos invitan a ver con los ojos de la fe la obra inefable de su gracia a nuestro alrededor, también en estos tiempos sombríos en los que todos nuestros esfuerzos parecen ser vanos. Dejad que este altar, con la imagen imponente de Cristo, Siervo sufriente, sea una inspiración constante para vosotros. Hay ciertamente momentos en que cualquier discípulo siente el calor y el peso de la jornada (cf. Mt 20,12), y la dificultad para dar un testimonio profético en un mundo que puede parecer sordo a las exigencias de la Palabra de Dios. No tengáis miedo. Creed en la luz. Tomad en serio la verdad que hemos escuchado hoy en la segunda lectura: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8). La luz de la Pascua sigue derrotando las tinieblas.
El Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de vosotros ha emprendido la más grande y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad, la de crecer en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales, por una parte, y palabras y obras, por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo en la disciplina y en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada día en la luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica, alimentados por la meditación de la Palabra inspirada por Dios. A los Padres de la Iglesia les gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual, un jardín donde podemos caminar libremente con Dios, admirando la belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras da fruto en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la historia.
Por tanto, que la plegaria y la meditación de la Palabra de Dios sean lámpara que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en el camino que os ha indicado el Señor. Haced de la celebración diaria de la Eucaristía el centro de vuestra vida. En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor sean alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso a Dios nuestro Padre.
De este modo, queridos jóvenes seminaristas y religiosos, llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales el amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de alimento espiritual para cuantos encontréis. Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad, pobreza y obediencia, habéis emprendido el viaje de un discipulado radical que os hará «signo de contradicción» (cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros contemporáneos. Conformad cotidianamente vuestra vida a la auto-oblación amorosa del Señor mismo en obediencia a la voluntad del Padre. Así descubriréis la libertad y la alegría que pueden atraer a otros a ese Amor que va más allá de cualquier otro amor como su fuente y su cumplimiento último. No olvidéis jamás que la castidad por el Reino significa abrazar una vida completamente dedicada al amor, a un amor que os hace capaces de dedicaros vosotros mismos sin reservas al servicio de Dios, para estar plenamente presentes entre los hermanos y hermanas, especialmente entre los necesitados. Los tesoros más grandes que compartís con otros jóvenes -vuestro idealismo, la generosidad, el tiempo y las energías- son los verdaderos sacrificios que pondréis sobre el altar del Señor. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma que Dios os ha dado para su gloria y para la edificación de la Iglesia.
Queridos amigos, permitidme que concluya estas reflexiones dirigiendo vuestra atención hacia la gran vidriera del coro de esta catedral. En ella, la Virgen, Reina del Cielo, está representada sobre el trono con majestad, al lado de su divino Hijo. El artista ha representado a María como la nueva Eva, que ofrece a Cristo, nuevo Adán, una manzana. Este gesto simboliza que Ella ha invertido la desobediencia de nuestros progenitores, ofreciendo el rico fruto que la gracia de Dios ha dado en su vida y los primeros frutos de la humanidad redimida y glorificada, que Ella ha precedido en la gloria del paraíso. Pidamos a María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a la Iglesia en Australia en la fidelidad a la gracia mediante la cual el Señor crucificado continúa atrayendo hacia sí a toda la creación y a todo corazón humano (cf. Jn 12,32). Que el poder del Espíritu Santo consagre a los fieles de esta tierra en la verdad, produzca abundantes frutos de santidad y de justicia para la redención del mundo y guíe a toda la humanidad hacia la plenitud de vida alrededor de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia celestial, seremos invitados a cantar las alabanzas de Dios eternamente. Amén.
Fuente/Autor: Zenit