“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

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Comunicación

27 de enero de 2020

Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban, volaban, dibujaban palabras. Los presos estaban encapuchados; pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito por debajo. Aunque hablar estaba prohibido, ellos conversaban con las manos. Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que aprendió en prisión sin profesar: -algunos teníamos mala letra- me dijo. Otros eran unos artistas de la caligrafía.

La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo el país, la comunicación era un delito.

Algunos presos pasaron más de 10 años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de ataúdes, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pares. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuesta.

Cuando es verdadera, cuando nace la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si se le niega la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.

Fuente/Autor: Eduardo Galeano: “El libro de los abrazos”

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