“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

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Testimonios

BIOGRAFÍA DEL BEATO JUAN BAUTISTA SCALABRINI

27 de enero de 2020

Capítulo primero
JUVENTUD

FAMILIA

Fino Mornasco era en ese entonces un pueblo vivaz e industrial, situado a lo largo de la ruta que lleva desde Milán a Como, precisamente frente a aquellas deliciosas colinas que hacen de margen meridional al espléndido lago. El 8 de julio de 1839 hubo una gran fiesta. Fiesta en casa de los esposos Luis y Colomba Scalabrini donde, a Antonio y José respectivamente de 5 y 3 años, se había agregado un tercer varón. Fiesta en la antigua iglesia parroquial donde el niño fue bautizado el mismo día de su nacimiento con el nombre de Juan Bautista. Fiesta obviamente también en la plaza del pueblo donde papá Luis administraba un modesto negocio de venta de vinos. Ese día, amigos y clientes deben haber brindado con particular entusiasmo, vislumbrando lo que sería el futuro de ese bebé.
A menudo, si no siempre; la santidad y la laboriosidad de un individuo tienen sus raíces más profundas en la familia, donde se enfrentan con fe y amor todas las fatigas y sufrimientos. Y solamente Dios sabe cuanto de todo esto debió afrontar el matrimonio Scalabrini para criar y ubicar a sus ocho hijos. A los tres primeros, en efecto, se les agregaron otros cinco: María Magdalena, Josefina Jacinta, Pedro, Ángel y Luisa.

Papá Luis; a quien el hijo Obispo un día describirá como un “antiguo patriarca, lleno de fe y esperanza en Dios”; a los 34 años había dado, más que un heredero a sí mismo, un nuevo cristiano a Dios y a la Iglesia. Será él, dieciocho años después, quien escribirá al Vicario Capitular de Como, solicitando que su hijo Juan Bautista, fuera admitido en el seminario filosófico de San Abundio. El tendrá la gloria de ver al propio hijo Obispo; en efecto, morirá sólo algunos meses después de la consagración episcopal, murmurando el “Nunc dimittis” de los justos.
Hacia su mamá Colomba, mujer profundamente pía y generosa, Scalabrini siempre demostró una grande y tierna veneración. Un día manifestará confidencialmente haber aprendido precisamente sobre el regazo materno aquella devoción al Crucifijo que será una característica de su espiritualidad; así como recordará que era siempre la mamá, todas las noches, quien reunía a la familia entera para el rezo del Santo Rosario. Agradecido por la educación recibida, Scalabrini le dedicará su Pequeño Catecismo, publicado en 1875, décimo aniversario de su muerte.

Pero da la impresión que Mamá Colomba fue más allá de su deber educativo, porque, como sucede a menudo con las madres de los sacerdotes, ella parecía compartir la vocación del hijo. Porque un día Juan Bautista, apenas ordenado sacerdote y deseoso de empuñar el Crucifijo del misionero, se pondrá de rodillas ante ella, como frente al más autorizado de los Obispos, y obtendrá entre lágrimas su asentimiento y bendición. Sueño misionero que, como veremos, no pudo realizar.

Los dos hermanos mayores, Antonio y José, en sus peripecias financieras y familiares, tuvieron siempre el consejo y el apoyo del hermano Obispo. El primero había asumido la administración del negocio paterno, pero, aventurándose en operaciones riesgosas, terminó por endeudarse al extremo de correr el riesgo de ir a la cárcel. Mientras que José, también desafortunado, intentó la aventura de la emigración (Scalabrini conoció el drama de la emigración, ante todo, en el seno de su propio hogar) y luego de varias contingencias terminó víctima fatal de un naufragio frente a las costas peruanas. Fue a causa de las tristes vicisitudes del hermano José que Juan Bautista vio llorar a su padre por primera vez.

Los dos hermanos más jóvenes, Pedro y Angel, se dedicaron en cambio al estudio y tuvieron una brillante carrera. Pedro tuvo éxito en Argentina donde llegó a ser Vicegobernador de la Provincia de Entre Ríos; y luego en Buenos Aires, llegó a ser Director del Museo Escolar y titular de la cátedra universitaria de Ciencias Naturales. Publicó trabajos científicos, políticos y filosóficos; y dio el nombre a algunos fósiles descubiertos por él. Se casó con Ernestina Ortiz con quien tuvo seis hijos, entre quienes se destaca Raúl Scalabrini Ortiz.
Angel, en cambio, se doctoró en filosofía y letras, enseñó en el Liceo Volta de Como y luego, designado por el Ministerio de Educación Pública, llegó a ser Inspector General de las escuelas italianas en el Exterior.

Las tres hermanas en cambio estuvieron siempre cercanas, por sentimientos y por la práctica cristiana, al hermano Párroco y Obispo. María Magdalena fue madre de dos sacerdotes: Monseñor Atilio Bianchi quien, luego de desempeñar algunos cargos en el Vaticano bajo el pontificado de los Papas San Pío X y Benedicto XV, se hizo monje camaldolense; y el Presbítero Alfonso que desempeñó su ministerio en la zona comasca. Muy próxima a Scalabrini fue también Josefina Jacinta a quien aquél llamaba “Marquesa Josefina”. Pero la más “scalabriniana” fue la menor, Luisa, que compitió con el hermano en el compromiso social y caritativo. A ella confiará Scalabrini, como veremos, la dirección del Jardín de Infantes por él fundado en la parroquia de San Bartolomé. Por cuenta propia, ella sostuvo las obras sociales del segundo marido, Alejandro De Orchi. Después de enviudar nuevamente, fundó el orfelinato “María Rimoldi” en recuerdo de una hija fallecida a los doce años. Fue benefactora del Seminario y del Hospital Civil de Como; y siempre se constituyó en diligente ejecutora de las iniciativas benéficas del hermano. Murió en 1943, y fue la única de los hermanos que pudo testimoniar, en 1937, en el proceso de canonización del amado y estimado hermano Obispo.

Entre los demás parientes de Scalabrini debe ser recordado Monseñor Luis Carlos Casartelli (1852-1925), Obispo de Salfort en Inglaterra, insigne orientalista y con un temperamento similar al del Beato Scalabrini.

ESCUELA

Sobre la niñez y juventud del Beato Juan Bautista Scalabrini no solo tenemos pocos testimonios, sino que a veces, además son sólo noticias estereotipadas, conforme a la hagiografía propia de la época; que ignoraba que “santo” no se nace, sino que se llega a ser. De todas formas los testimonios más confiables provienen de dos fuentes: de Monseñor José Cattáneo, Párroco de Fino Mornasco desde 1902, quien recogió las informaciones de la gente del pueblo; y del sobrino Monseñor Atilio Bianchi, quien afirma basarse en una fuente segura, como lo era su madre María Magdalena. Es comprensible que ésta, queriendo estimular a los dos hijos seminaristas, destacara frente a ellos los ejemplos del tío.

Juan Bautista Scalabrini frecuentó la escuela primaria en Fino Mornasco y la secundaria en el Liceo Volta de Como. Del período escolar conocemos algunos episodios que se nos presentan como signos, aunque embrionales, de aquella que será su futura personalidad. Recordamos aquellos del tiempo en que frecuentaba la escuela de Como. Todos los sábados volvía a Fino Mornasco, recorriendo a pie los nueve kilómetros, y apenas llegado al pueblo, en lugar de descansar, reunía a los chicos en el patio y les contaba las cosas interesantes que había visto o aprendido durante la semana. Parecía que él iba a la escuela o la Iglesia dispuesto a aprender lo que, con singular capacidad de comunicación y sentimiento de amistad, debía luego transmitir a sus compañeros. Sus temas preferidos eran, obviamente, los relatos de la Biblia.

Todos los sábados, llegado a casa, Juan Bautista hacía otra cosa: ayudaba a su mamá en las obras de beneficencia. Esta extraordinaria madre, intuyendo las grandes cosas a que estaba destinado su hijo, lo adiestraba en la caridad no menos que en la piedad.
A propósito de caridad, era bien sabido que Juan Bautista, todos los lunes, yendo a la escuela, llevaba consigo pan con queso y algo de dinero para eventuales emergencias. Pero las emergencias no le sucedían nunca, por lo cual él compraba pan y fiambre para los compañeros más necesitados.

De valor testimonial más que artístico, es su poesía en honor de San Luis Gonzaga, compuesta alrededor de los diecisiete años. Son 63 versos endecasílabos sueltos con los cuales él, evocando las virtudes del santo, termina por revelar sus propios sentimientos y aspiraciones. En el discurso final, resonando los fermentos propios del “risorggimento” que anidaba en las mismas aulas escolares, él habla de la “ítala juventud”, la cual “De aquella humilde Italia sea salud por la que se llora y se delira tanto!”.

Un cambio radical en su vida acontece cuando, aconsejado y guiado por el sabio y pío Párroco de Fino Mornasco, Padre Felipe Gatti, además de sus trepidantes padres, traspuso el portón del Seminario San Abundo en octubre de 1857. Juan Bautista fue el primero de los ocho hijos del matrimonio Scalabrini en salir de casa, pero para sus siete hermanos seguirá siendo el hombre de confianza y de apoyo. Y el beso dado a Luisa, que en ese entonces tenía tan sólo tres años, más que un adiós fue una cita para un futuro común de labor de caridad.
En lo que respecta a sus años de estudio en el seminario tenemos algunos testimonios, siempre muy elogiosos, por parte de los profesores y compañeros, entre los cuales recordamos en particular a los amigos Esteban Balestra y el Beato Luis Guanella. Unánime el juicio: siempre el primero de la clase, conducta ejemplar, carácter afable y generoso. Singular fue también su versatilidad. Además de profundizar las materias estrictamente escolares, cultivaba con pasión los progresos de las ciencias modernas. Y casi para prepararse frente a los futuros compromisos, prefirió los idiomas: hablaba y escribía correctamente en griego y latín; conocía el hebraico; y con respecto a los idiomas modernos hablaba bien el francés (en los últimos años de Obispo también el portugués) y comprendía el inglés y el alemán.

Los acontecimientos resurgimentales (Garibaldi ocupó Como en el ’59) tenían una fuerte repercusión en el clero y, por lo tanto, también en los jóvenes seminaristas, que se dividieron en liberales e intransigentes. De Scalabrini jamás llegó a saberse de qué parte estuvo en el conflicto. Él prefería comprometerse más que aliarse, y sentía el deber de responsabilizarse como conciliador y como paladín del valor supremo de la unidad; y esto no por falta de compromiso; sino por la capacidad de prestar atención a las razones de cada uno. El Beato Luis Guanella, que fuera su gran amigo y estimara mucho a Scalabrini, desde el principio se había alistado con los Intransigentes, así comentaba el presunto liberalismo del amigo: “La Iglesia es un ejército: algunos pertenecen a la vanguardia, otros al centro, otros a la retaguardia. Monseñor Scalabrini pertenecía a la vanguardia, pero siempre con el Papa”.

Capítulo segundo


SACERDOTE

EDUCADOR

Beato Juan Bautista Scalabrini fue ordenado sacerdote el 30 de Mayo de 1863, cuando aún no había cumplido los 24 años, por lo cual fue necesario pedir la dispensa por falta de edad. Durante los primeros cuatro meses después de la ordenación, ejerció suplencias en algunas parroquias. Motivado quizá al constatar el restringido horizonte de su futuro ministerio sacerdotal, o mejor aún, por el entusiasmo hacia el nuevo instituto misionero del PIME (Pontificio Instituto de las Misiones para el Exterior), tuvo la idea de hacerse misionero. De eso hablará él mismo, veinte años después, al presidir la ceremonia de la entrega del crucifijo a cinco misioneros que partían: recordará como se había arrodillado delante de su madre y ella le había otorgado el consentimiento entre lágrimas. Empero, su destino tenía que ser otro, el de llevar la cruz pectoral de Obispo, en lugar de la cruz de madera del misionero. En realidad aquel proyecto misionero no se concretó por la rápida intervención de su Obispo que le dijo terminantemente: “Tu India es Italia”.

Al finalizar el verano, el Obispo le confió el primer cargo importante: lo nombró Vicerrector del Seminario de San Abundio, además de profesor de Historia y de Griego. El asumió con gran sentido de responsabilidad esta delicada tarea de formar a los futuros sacerdotes. No se trataba de un mero compromiso didáctico, sino, en cierto sentido, de transferir en esos jóvenes corazones su propia vocación. Amable en el trato y en la palabra; exigente y comprensivo al mismo tiempo, tuvo enseguida un gran ascendiente sobre los seminaristas. Además como profesor, gracias a su preparación cultural y a su método pedagógico, trajo a las clases un soplo de aire nuevo.

Durante los siete años en que ejerció como superior y profesor en el seminario, sintió con fuerza el llamado a la acción pastoral a la que se entregaba con entusiasmo sobre todo en tiempos de vacaciones de verano. Fue así que en las parroquias de Valtelina, constató el creciente y preocupante fenómeno de la emigración temporal o golondrina hacia otros países europeos. Durante el verano de 1867 se entregó a una acción mucho más riesgosa. Había estallado una mortífera epidemia de cólera que hacía estragos en algunos lugares de la región de Como. El joven profesor Scalabrini corrió para asistir a los enfermos de cólera en Portichetto, cerca de Fino Mornasco, y lo hizo con tanta entrega y heroísmo que mereció de parte del gobierno una medalla en reconocimiento al valor civil.
En octubre del mismo año, volviendo al Seminario, se encontró con otro honor y otra responsabilidad: le había sido confiado el cargo de Rector, que desempeñó hasta 1870.

Nos remontan a los tiempos del seminario algunas de las hermosas amistades de Scalabrini. Fue gran amigo del Beato L. Guanella, el “siervo de la caridad” que en 1912, siguiendo la huella de las hazañas misioneras del gran amigo y maestro desaparecido, irá hacia América para organizar la asistencia religiosa de los emigrados. Otro amigo de Scalabrini fue el científico Serafín Balestra, el Apóstol de los sordomudos, del cual Scalabrini aprendió no solamente el amor por esos desvalidos, sino también el llamado “método fónico” que le servirá para comunicarse con ellos. Amigo común de Scalabrini y de Balestra fue también Antonio Stoppani, científico-escritor, exponente del catolicismo liberal, que tomó parte en los debates religiosos y científicos de ese tiempo, y en la controversia contra los Intransigentes. Scalabrini varias veces lo defendió. Y Stoppani, en su última carta a Scalabrini, cuando ya se sentía cansado y agotado por las controversias en que se había involucrado, entre otras cosas dirá: “Tenga cuidado y tenga conciencia de mantenerse en el cumplimiento de esos designios providenciales que, yo creo, Dios tiene reservados para Ud.”. (Juicio parecido al expresado, como veremos, por José Toniolo).

En 1868, un año después del nombramiento como Rector, cultiva una gran amistad con el Obispo Jeremías Bonomelli, amistad que tendrá un lugar preponderante en la vida y en la obra de ambos. Bonomelli, por ese entonces Arcipreste de Lovere, había sido invitado para predicar un curso de Ejercicios Espirituales en el Seminario de Como. Aquí encontró al joven rector de 30 años (él tenía 37), ya famoso por el ingenio y por el dinamismo apostólico. Así describe Bonomelli ese encuentro, un año después de la muerte del amigo: “Vernos, hablarnos, sentirnos enseguida estrechados por íntima amistad, fue una sola cosa; y esa amistad tan estrecha, tan querida, tan afectuosa, se mantuvo inalterada hasta el primero de Junio del año pasado, cuando Scalabrini dejó la tierra por el cielo. ¡Oh, las hermosas tardes, las hermosas conversaciones en San Abundio!”.

PÁRROCO

El 12 de Mayo de 1870 Beato Juan Bautista Scalabrini fue nombrado Párroco de la Parroquia de San Bartolomé. Esta contaba con alrededor de seis mil almas, y estaba ubicada en una zona periférica, por ese entonces. Era una de las parroquias principales de la ciudad, si bien no gozaba de buena fama; puesto que tenía graves problemas sociales por la considerable presencia del proletariado industrial y por el artesanado doméstico dependiente de la industria textil.

La razón del imprevisto traslado desde el Seminario de San Abundio a la Parroquia de San Bartolomé parece relacionada con aquella divergencia entre Intransigentes y Transigentes que turbaba la vida misma del Seminario, haciendo inútil la acción mediadora de Scalabrini. En efecto, mientras los seminaristas eran entusiastas de su Rector y Profesor; algunos docentes, en especial los más ancianos, encontraban motivos para cuestionar las ideas nuevas y amplias de Scalabrini, acusándolo, entre otras cosas, de ambición personal. Sin embargo, aquel traslado de la tarea formativa a la acción pastoral, pareció normal y hasta providencial. En efecto, durante los cinco años y medio en los cuales fue párroco; gracias a su extraordinaria intuición y a sus iniciativas pastorales, se delineó aquel temple de apóstol que admiraremos en los treinta años de su episcopado. Comentando su traslado a San Bartolomé, Scalabrini se confiaba con su hermano Pedro de esta forma: “Me encuentro muy contento de haber dejado la dirección del Seminario, que me resultaba pesada… Aquí mi voz es muy escuchada. Si tú vieras en los días festivos ésta, mi iglesia de San Bartolomé, quedarías maravillado al ver una muchedumbre verdaderamente extraordinaria estar pendiente de los labios de su párroco, siempre ávida de escuchar la Palabra de Dios”. El paso desde la enseñanza al ministerio de la Palabra y, por consiguiente, a la predicación y a la catequesis, pareció conformar sus más profundas aspiraciones sacerdotales. Precisamente en este campo, él pondrá en práctica singulares iniciativas que serán, de alguna manera, una anticipación de la futura obra del Apóstol del Catecismo.

Para los aproximadamente doscientos niños que asistían al jardín de infantes por él fundado al año siguiente de haber asumido como párroco, él escribió un Pequeño Catecismo que publicará en 1875 y que, según el juicio de los expertos, representa un aporte revolucionario en la historia de la catequesis en Italia. Naturalmente él se preocupó con igual celo en la catequesis de los niños más grandes, de los jóvenes y de los adultos. La fama de su entusiasmo y de su competencia se difundió de tal manera, que su Obispo Monseñor Carsana, le encargó redactar un “Proyecto para la institución de las Escuelas de la Doctrina Cristiana en la Diócesis de Como”.
Continuando en el campo catequístico, una tarea mucho más difícil fue aquella requerida por los sordomudos, que también tenían derecho a la instrucción religiosa. Por eso Scalabrini se hizo enseñar por el amigo Serafín Balestra el “método fónico” que le permitió hacer de catequista y de director espiritual de las sordomudas de la ciudad (También ello fue un anticipo de lo que realizaría como Obispo de Piacenza).

La cumbre de su ministerio de la Palabra fueron, sin duda, las once conferencias sobre el Concilio Vaticano I, pronunciadas en la Catedral de Como en 1872, frente a un numeroso y atento público. La resonancia que tuvieron y la aprobación general fue tal, que al año siguiente se pensó en publicarlas. Se hicieron cuatro ediciones (La segunda, en la tipografía salesiana del entusiasta Don Bosco) y fueron rápidamente traducidas a los idiomas francés y alemán. No obstante la intención apologética (El Concilio había sido interrumpido dos años antes como consecuencia de la “Brecha de Porta Pía”), Scalabrini se sirvió de una amplia y profunda doctrina teológica; usó un lenguaje claro y sereno; demostró saber conciliar la fidelidad a la Iglesia con la libertad de pensamiento; la religión con la ciencia; preocupado especialmente por salvaguardar aquella unidad de la Iglesia, que será la aspiración máxima de toda su vida.

Indicio de su valiente equilibrio, señalado y reconocido por los dos frentes, fue la mención que hiciera del controvertido Stoppani, hablando del rechazo de la “lucha entre la fe y las ciencias modernas”, causadas por la mala fe y la ignorancia de científicos superficiales, más también por la “excesiva timidez de algunas personas buenas, a las cuales más que la queja habría sido útil el estudio y la fe más sólida”.
Scalabrini era consciente de que un párroco logra conquistar a su gente, sobre todo por medio del cuidado de los más débiles: es decir de los niños y de los enfermos. A los que visitaba todos los días y por ellos promovió la Obra de San Vicente. Con respecto a los niños, además del jardín infantil antes citado, y confiado a la solícita dirección de su hermana Luisa, instituyó también un oratorio para los muchachos. Los mismos jóvenes fueron comprometidos en la realización de esta obra, ofreciéndose entre otras cosas para trasladar piedras y maderas, tomando así cariño al oratorio y al mismo tiempo a su Párroco. Entre sus jóvenes estuvo César Barzaghi (1863-1941), el futuro “Apóstol de Lodi”, que afirmará de deber su vocación sacerdotal a su santo párroco J. B. Scalabrini. Entre los jóvenes estimuló la vida de asociación, influyendo así también en las otras zonas de la ciudad.

Otro campo de interés y de compromiso fue para el Beato Scalabrini el mundo del trabajo. La industria de la seda, que en ese tiempo era para la región de Como el principal recurso, padecía periódicas crisis precisamente en el momento del cambio del sistema artesanal al industrial. Gran parte de sus parroquianos estaban ocupados en el trabajo domiciliario. En los momentos de crisis, él se preocupaba de cualquier modo para encontrar trabajo a su gente, a veces acudiendo a los industriales pidiéndoles retazos para tejer. Para hacer frente a los casos más graves, él fundó la primera Sociedad de Seguro Mutuo. En su opúsculo sobre El Socialismo y la Acción del Clero (1899) él describirá el drama de esos tiempos en una página estupenda con este grito de angustia: “¡Oh, las tristes jornadas, cuando yo, visitando a los enfermos, no escuchaba, subiendo por aquellas pobres escaleras, el sonido seco y casi rítmico del telar!”.
Naturalmente Beato Scalabrini no solamente se interesaba por el problema social, sino también del problema religioso que de aquél derivaba. En efecto, provocado por la “revolución industrial”, había empezado en Italia el alejamiento de parte de la clase obrera de la Iglesia Católica. Contra esto, como se verá, el Obispo Scalabrini luchará denodadamente, enfrentando con pasión y con idoneidad la cuestión social y defendiendo las justas causas de los trabajadores.

Transcurridos apenas cinco años de labor como Párroco, en cuyo tiempo Scalabrini había echado los cimientos de su multiforme e incisiva acción pastoral; recibió desde Roma el 13 de Diciembre de 1875 la comunicación oficial de que el Santo Padre lo había elegido como Obispo de la importante diócesis de Piacenza.

En las distintas etapas de la vida del Beato Scalabrini se evidencia una extraordinaria “precocidad”: fue bautizado el mismo día de su nacimiento; fue confirmado al año siguiente; fue ordenado sacerdote cuando no tenía todavía veinticuatro años; fue nombrado Rector del Seminario con tan sólo veintiocho años y Párroco a los treinta y uno; ahora es consagrado Obispo a los treinta y seis años. Sin embargo, esta vertiginosa carrera se detiene en Piacenza. En efecto, toda posibilidad de pasar a una sede más prestigiosa, (con la perspectiva del cardenalato) lo encontrará indiferente y decididamente contrario. La tempestuosidad, quedará como una característica de su acción pastoral de Obispo durante tres décadas.

Scalabrini, apenas recibió la comunicación desde Roma, procuró lograr un cambio de idea en el Pontífice; alegando diversas razones, entre las cuales mencionó su joven edad y la falta de preparación suficiente. Sin embargo, Pío IX, presuroso e interesado por lanzar Obispos de cierto temple, confirmó su decisión a la que, como a una manifestación de la voluntad de Dios, Scalabrini terminó por dar su consentimiento pleno y generoso. Aún si, como después él mismo confiará, dejar la Parroquia de San Bartolomé fue uno de los mayores sufrimientos de su vida. Sufrimiento igualmente grande fue el de sus parroquianos, que expresaron su pesar con un adiós verdaderamente triunfal. Y grande fue, sobre todo, la angustia de las sordomudas de Como.

Mientras tanto, en Piacenza hubo inmediatamente una gran agitación de comentarios y preparativos. En la ciudad no existía en ese entonces un diario católico, por lo cual se encargó de dar el primer juicio el diario liberal “El Mensajero de Piacenza”, que salió del paso con estas pocas palabras: “Nos informan que es un hombre de mucha ciencia y de mucho corazón. Mucho mejor”. Mejor seguramente para el pueblo de Piacenza; mucho menos para aquellos que juzgaban según sus propias conveniencias políticas.

PRECONIZADO OBISPO

Lo que atrajo la atención de Pío IX sobre el joven Párroco de San Bartolomé de la ciudad de Como, fue ante todo la gran repercusión que tuvieron sus conferencias sobre el Concilio Vaticano I. Inmediatamente después de haberlas editado, Scalabrini había enviado una copia al Papa, quien le hizo llegar las expresiones de su más viva complacencia. Es bien sabido además que Pío IX, al escoger a los Obispos, privilegiaba el criterio del celo pastoral, por lo que más que en las curias o en los seminarios, él escogía a sus candidatos entre los párrocos, sin tener en cuenta en ocasiones la falta de grados académicos. Es lo que hizo con Scalabrini. En la Carta Apostólica del 28 de Enero de 1876 en la que Pío IX comunicaba a Scalabrini la preconización llevada a cabo en el Consistorio de aquel mismo día, después de haber enumerado sus méritos como educador y como párroco, minimizaba el hecho de que él no fuera graduado en teología o en derecho canónico.

Por lo tanto, la experiencia parroquial para Scalabrini, más que un simple eslabón de su carrera eclesiástica, fue por el contrario el trampolín. En señalar su nombre a Su Santidad Pío IX hubo, según se sabe, varias personas entre las cuales se destaca San Juan Bosco. Parece, sin embargo, que la intervención más determinante haya sido la del entonces Obispo de Pavía, Monseñor L. M. Parocchi, al que Pío IX apreciaba mucho, tanto que posteriormente lo designó Cardenal y su Vicario en Roma. Monseñor Parocchi se había encontrado con Scalabrini dos años antes en Pavía y había quedado impresionado, no solamente por la conversación con el joven párroco de Como, sino también por un gesto particular. En la iglesia de San Pedro en Cielo de Oro lo había sorprendido postrado ante la tumba de San Agustín, intuyendo que en Scalabrini, el sentido de la Iglesia tenía raíces profundas.

Beato Scalabrini recibió la Consagración Episcopal el 30 de Enero de 1876 por el Cardenal Alejandro Franchi. Hay que subrayar dos interesantes circunstancias: la Consagración sucedió en la Capilla del Colegio de la Congregación de Propaganda Fide, y la recibió de manos del Prefecto de dicha Congregación, al que Scalabrini había encontrado en el PIME de Milán; señal de su jamás adormecida pasión misionera.

En el viaje de vuelta a Como, entrando en el territorio de Piacenza, hizo un alto y, casi para ofrecer las primicias de su episcopado a aquella que sería su nueva tierra de misión, se arrodilló en actitud de oración.
Hizo la entrada solemne en Piacenza el 13 de febrero. Entró llevando el báculo pastoral que el mismo Pío IX le había regalado el día de su Consagración Episcopal. En este báculo pastoral estaba inscripta la leyenda: “Charitatis potestas” [El poder de la Caridad]. Al entregárselo el Papa le había dicho: “Sea ésta la regla de su espiritual gobierno”. Más adelante, como se verá, el mismo Papa, en una audiencia, obsequiará a Monseñor Scalabrini su propia cruz pectoral definiéndolo como “Apóstol del Catecismo”. Dos gestos que preanunciaban proféticamente aquellos que habrían de ser los dos fundamentos de la acción pastoral del Obispo Scalabrini: la Palabra de Dios y la Caridad.

Capítulo tercero


OBISPO

HOMBRE DE DIOS

Antes de trazar a grandes rasgos la figura y la obra del Obispo Juan Bautista Scalabrini, o para lograrlo mejor, considerémoslo, en primer lugar, desde su esencial dimensión religiosa.

Beato Scalabrini fue definido “Hombre totalmente de Dios y totalmente para Dios”. Esta breve y concisa expresión nos manifiesta la razón profunda de lo que él fue y de lo que él hizo. Él mismo lo indicó, en el momento en que como Obispo ingresó de lleno dentro del torbellino de los problemas religiosos, sociales y políticos de su tiempo, a través de su escudo episcopal. Éste representa a la Escalera de Jacob, con un ángel que baja y otro que sube; en el vértice superior se ve el ojo de Dios y abajo se lee la inscripción: “Video Dominum innixum scalae” [Veo al Señor sobre la escalera]. Convencido de la advertencia de San Agustín que decía: “Camina a través del hombre y llegarás a Dios”, sabía también que, para tener éxito en esta larga y difícil travesía, hacía falta tener bien fija la mirada en Aquél que es el principio, el guía y el fin de toda obra apostólica. Scalabrini, que fue atentísimo como pocos a todos los dramas humanos, es maestro para aquellos que hoy, expuestos al viento de esa secularización que amenaza acabar con todo resquicio de vida espiritual, buscan sobrevivir amparándose tan sólo en el “compromiso social”.

Sin embargo, el Dios del que Beato Scalabrini era virtuoso adorador y servidor (Todo de… todo para…), no es el Dios abstracto de los filósofos, desarraigado de la historia humana. Era en cambio Aquel que, a través de la Encarnación, había hecho irrupción en el mundo y, asumiendo nuestra naturaleza humana, inició aquella obra que Scalabrini, tomando prestado de los Padres griegos un término bastante expresivo y valiente, llama “divinización” del género humano. Sobre este Misterio está centrada toda la espiritualidad de Scalabrini. Sin embargo, él la entendió no en sentido estático, como un hecho acontecido en un determinado momento histórico; sino en sentido dinámico, como un hecho que se prolonga en los siglos y llega hasta nosotros a través de la obra de la Iglesia. Esta prolongación de la Encarnación en nosotros, se realiza sobre todo en la Eucaristía, por medio de la cual Cristo nos incorpora a él y nos “diviniza”. No tenemos aquí el espacio para explayarnos sobre el pensamiento de Scalabrini acerca del Misterio Eucarístico, absolutamente central tanto en su ministerio cuanto en su piedad personal. Pero nos agrada contemplarlo en actitud de adoración y de evangelización en ocasión de su tercer Sínodo Diocesano, dedicado a la Eucaristía; con el que quería prepararse con toda su Iglesia a la llegada del siglo XX.

Corría el año 1899 cuando estaban por terminar los trabajos que devolverían a su catedral al antiguo y austero esplendor románico. La Eucaristía, comprendida y vivida, era para Scalabrini el instrumento insustituible de una cercana y radical renovación de la Iglesia y de la sociedad. Decir Eucaristía, Memorial de la Pasión del Señor, quiere decir inmolación sobre la Cruz. De esta Cruz (he aquí otra característica suya) Scalabrini tuvo un culto tan profundo que, merecidamente, se le atribuye una especie de “Mística de la Cruz”. A menudo, apretando la Cruz pectoral, él murmuraba con grande afecto: “Fac me cruce inebriari” [Haz que me enamore de la cruz].
Para completar la descripción de la espiritualidad de Beato Scalabrini, es necesario referirnos también a su devoción a la Virgen y a los Santos.

Para poder comprender la intensidad y la profundidad de su piedad mariana, habría que haber escuchado alguna de sus estupendas homilías sobre la Virgen o haberlo acompañado en las numerosas peregrinaciones a los santuarios marianos dentro y fuera de la diócesis. Él quiso que muchos acontecimientos importantes coincidieran con las festividades de la Virgen, y en particular con la de la Inmaculada Concepción. En esta Fiesta inició su primera Visita Pastoral; con un discurso en idioma portugués sobre la Inmaculada concluyó su viaje en Brasil; y en el día de la Inmaculada de 1894 él recibió con sumo gozo los primeros votos perpetuos de sus misioneros. Hay que recordar además sus gestos de tierna devoción, como cuando ofreció para la corona de la Virgen las joyas de su madre. Lo hizo con la Virgen del Pueblo, la Virgen de San Marcos de Bedonia y con la Virgen del Castillo de Rivergaro. Aquí, el 7 de Mayo de 1905, es decir pocos días antes de su muerte, guió su última peregrinación y pronunció su último, fervoroso y apasionado discurso sobre la Virgen.

Sin embargo, lo de Scalabrini no fue un devocionismo vacío. Contemplando el Misterio de la Encarnación, alcanzó a descubrir y exaltar también el rol que en eso tuvo María de Nazaret. Él la veneró sobre todo, bajo los títulos de Inmaculada Madre de Dios, títulos que insertan precisamente a María en el dinamismo de la Encarnación, librándola de toda sombra de mácula y poniéndola en la altura vertiginosa de la Maternidad Divina. Volviendo a la tradición patrística y casi anticipando la mariología que se afirmaría con el Concilio Vaticano II; Scalabrini admiró y predicó a la Virgen María como figura de la Iglesia. No solamente en el sentido que María representa a la humanidad redimida que alcanza el reino bienaventurado (eso recordaba cada 15 de Agosto con mística exaltación en su catedral dedicada a la Asunción de la Virgen); sino también porque entre las vicisitudes de María y de la Iglesia hay tanta correspondencia que en el cristiano, el amor por una se confunde con el amor por la otra.

Por lo que respecta al culto de los Santos, así como San Ambrosio se había opuesto a la herejía arriana por medio del culto de los Santos Mártires, encontrados bajo tierra o devueltos del olvido; Scalabrini opuso al fenómeno de la descristianización de la sociedad también un nuevo fomento del culto de los Santos. Varios fueron los Santos que Scalabrini, a través de precisas identificaciones, devolvió a la piedad popular. No se trató de un recrudecimiento del devocionismo, sino de una eficaz acción educativa, ya que Scalabrini, por aquel sentido de la historia que lo hacía tender hacia el antiguo Cristianismo, señalaba en los Santos y en los Mártires a los maestros y testigos de la fe.
Esta forma de dedicarse al flujo perenne y fecundo de la Encarnación, esta unión vital a la Eucaristía, este amor ardiente por el Crucifijo, esta sólida y tierna devoción a María, unida al culto de los Santos, no podían dejar de transformarse en un intenso e interminable diálogo con Dios, en esa oración que, según sus palabras, “es la parte más viva, más fuerte, más poderosa del apostolado”.

OBISPO DE LA IGLESIA

Los diversos Papas que lo conocieron y lo trataron, admirados por la obra benemérita y multiforme del Obispo de Piacenza, le atribuyeron diferentes títulos como: Apóstol del Catecismo, Príncipe de la Caridad, Obispo Misionero, Padre de los Emigrantes. San Pío X, al conocer la noticia de la muerte de Scalabrini, exclamará entre lágrimas: “Hemos perdido a uno de nuestros mejores Obispos”. Con estas palabras el santo Pontífice no hizo solamente un mero elogio formal, sino que proclamó su título más verdadero y esencial, la de “Obispo de la Iglesia”. En estos últimos tiempos, prolijos estudios históricos, además de los rigurosos exámenes del proceso de canonización, han puesto de relieve la “eclesialidad” de Scalabrini en toda su profundidad y esplendor, despejando su figura de las sombras que le serían causadas por las polémicas y por las incomprensiones de su tiempo.

Será otra vez San Pío X, algunos años más tarde, el que describirá a Monseñor Scalabrini como “el Obispo docto, manso y fuerte que aún en difíciles acontecimientos siempre ha defendido, amado y hecho amar a la verdad; ni jamás la ha abandonado por amenazas y halagos”. En su tiempo, cuando razones doctrinales, políticas y sociales habían creado tensiones y contrastes aún dentro de la Iglesia misma (una de las cinco plagas denunciadas por Rosmini), Scalabrini defendió el principio supremo de la “unidad en la verdad”. De modo particular él, armonizando las instancias eclesiológicas de los dos grandes Concilios, el Vaticano I y el futuro Vaticano II, fue un defensor convencido y convincente del Primado Pontificio; y al mismo tiempo de la sucesión apostólica del episcopado. Se sentía responsable de su Iglesia “local” y al mismo tiempo, como sucesor de los Apóstoles, responsable también de la Iglesia “Universal”.

Él no se consideraba limitado a su ya extensa diócesis, ni se sentía ajeno a las vicisitudes de tierras lejanas más allá de los Alpes o del océano. He aquí porqué consideró de su competencia la institución de la Obra de los Mondadores de arrozales; aunque trasponía los límites de su diócesis. He aquí porqué extendió de este lado y del otro lado del océano su grandiosa obra de asistencia en favor de los emigrados italianos. He aquí porqué, hasta pocos días antes de su muerte, él instó a la Santa Sede a interesarse por los emigrados de todas las nacionalidades. Este universalismo suyo se trasluce en las palabras con las que él se describió a sí mismo como “uno que se pone de rodillas ante el mundo para implorar como una gracia el permiso de hacerle el bien”. He aquí cómo describe el Cardenal-Párroco Julio Bevilacqua la catolicidad del compromiso pastoral de Scalabrini: “Un hombre que ha abrazado todos los caminos del mundo… Nada de parroquias encerradas en sí mismas, ignorantes de su diócesis, ignorantes de la catedral; ni tampoco diócesis encerradas en sí mismas, que no comprenden la catolicidad y la universalidad de la Iglesia de Dios”. En definitiva es el mandato que Cristo dió a sus Apóstoles: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura” (Mc. 16, 15).

Por lo tanto, las fronteras de Scalabrini eran las fronteras del mundo. Signos de este universalismo, además de las diversas iniciativas ministeriales y caritativas, que iban más allá de todo límite geográfico o ideológico, estaban sus inspiradas y clarividentes visiones históricas.

He aquí algunos ejemplos:

• En su Carta Pastoral “La Iglesia Católica” del año 1888, él prevé la reunificación eclesial del continente europeo. He aquí sus palabras: “Cuando la política no esté más interesada en conservar aquel muro de división que mantiene dividida a la gran familia europea; cuando los intereses terrenales desaparezcan frente a los intereses del cielo; cuando la gran ley de la caridad evangélica sea mejor entendida y practicada por todos _”

• En el inspirado discurso del 15 de octubre de 1901 en el Catholic Club de Nueva York, exponiendo su concepción histórica y teológica de la emigración, preanunciaba los inmensos beneficios que habrían derivados en el siglo XX para la humanidad y para la Iglesia por el lozano convergir de muchas culturas bajo el estímulo del providencial liderazgo americano.

• Dos años antes, en 1899, en una conferencia pronunciada durante la exposición de Arte Sagrado en Turín, después de haber afirmado que la movilidad de todos los seres, y de los hombres en particular, renueva a todo instante el milagro de la creación, exclamó con inspiración poética:

“Emigran las semillas sobre las alas de los vientos, emigran las plantas de continente a continente, llevadas por la corriente de las aguas, emigran los pájaros y los animales, y, más que todos, emigra el hombre, a veces en forma colectiva, a veces en forma aislada, pero siempre instrumento de esa Providencia que preside a los destinos humanos y los guía, aun a través de catástrofes, hacia la meta, que es el perfeccionamiento del hombre sobre la tierra y la gloria de Dios en los cielos”.

• Beato Scalabrini dirigió su atención y su anhelo apostólico incluso hacia Africa. Defensor entusiasta de la actividad antiesclavista del Card. Lavigerie, en 1890 presentó a su diócesis la Carta de León XIII sobre la abolición de la esclavitud y ordenó que desde ese momento todos los años, en ocasión de la fiesta de Epifanía, se hiciera una colecta especial para la “redención de los esclavos”. Con la obra de Lavigerie parece también estar relacionada la propia obra en favor de los emigrantes que corrían el riesgo de llegar a ser los nuevos esclavos.
En el diario de a bordo que Scalabrini escribió durante su segundo viaje más allá del océano, encontramos este testimonio singular:

“Se costea el Africa misteriosa. Miro por horas enteras, casi inmóvil y embargado por una tristeza arcana, esas tierras un día tan florecientes [_] y siento deseos de llorar. ¡Oh, por qué nosotros los sacerdotes no corremos a evangelizar esos pueblos y a esparcir con nuestra sangre la semilla fecunda del cristianismo!_”

Maravillosa escena: el Obispo Scalabrini, erguido sobre el puente del barco, se conmueve hasta llorar al contemplar las desiertas costas africanas que se deslizan en el horizonte. Y recordando a Agustín, Cipriano, Fulgencio y a las miles de florecientes comunidades cristianas del Norte de Africa, casi olvida a los emigrantes y a los misioneros que lo esperan en Brasil.
Pero volvamos a considerar la eclesialidad del Obispo Scalabrini.

Más allá de los encendidos debates sobre la naturaleza jurídica y jerárquica de la Iglesia, de los que Monseñor Scalabrini participó con pasión y erudición; él indicó y exaltó aquella esencia de la Iglesia, que la hace ser “la extensión de la Encarnación a lo largo de los siglos, la perenne revelación de Cristo a los hombres, el instrumento de salvación para toda la humanidad”, constituída por todo el pueblo de los creyentes. De esta Iglesia, Misterio de Gracia, él quiso defender no los privilegios, sino la relevancia histórica y social; y sobre todo, el derecho de trabajar por el valor supremo que es “el bien de las almas”.

Es interesante observar cómo él habría vislumbrado en la elección de Papa Sarto y en su programa “Instaurar todas las cosas en Cristo”, el comienzo de un nuevo camino en el que finalmente, en nombre del Evangelio, carecía de relevancia toda otra restauración terrenal. Él mismo, que apenas trece días antes de su muerte, había reunido al Comité Permanente que debía establecer lugar y fecha del segundo Congreso Catequístico Nacional, había propuesto como tema del Congreso “Hacer reinar a Cristo en las almas”.

Se nos ha pasado por alto hablar de la relación personal que Scalabrini tuvo con los tres Papas de su tiempo: Pío IX, León XIII y San Pío X. De sus apasionadas pruebas de estima y afecto se podría hacer una verdadera antología. No fueron, como alguien sospechó, simples expresiones retóricas que no siempre se correpondían con los hechos. Lo que prueba la plena comunión eclesial entre Scalabrini y el Vicario de Cristo, es el hecho de que los tres Papas correspondieron al Obispo Scalabrini con similar aprecio y afecto. A tal efecto, para demostrar la confianza que el tan discutido León XIII ponía en Scalabrini y la genuina obediencia de éste, citamos una interesante anécdota.

En diciembre de 1885, cuando hervía el enfrentamiento entre los bandos contrapuestos, Scalabrini publicó un opúsculo anónimo con el título: “Intransigentes y Transigentes, observaciones de un Obispo Italiano”. El opúsculo fue combatido con inaudita virulencia por la prensa intransigente que evidentemente ignoraba que aquel “Obispo Italiano” fuera nada menos que el mismo León XIII, quien, queriendo sondear el terreno de manera anónima, se había servido como avanzada de una persona de su plena confianza, dispuesta a este heroico gesto de fidelidad. Al amigo Bonomelli que, como tantos otros, pensaba que el autor del opúsculo era Scalabrini, éste después de algunos días escribió: “Si supieras la historia de ese trabajo, quedarías maravillado, aturdido… Hace falta que alguien se sacrifique por el pueblo, y si tengo que ser yo, sit nomen Domini benedictum! [¡sea bendito el nombre del Señor!]”.

Con respecto a las relaciones entre Scalabrini y León XIII (sobre las cuales alguien manifestó algún reparo); nos place citar otro simpático hecho. El 12 de marzo de 1891, en una carta a Bonomelli, así describió Scalabrini una larga y cordial audiencia con el Papa: “En un cierto momento, viendo que tenía en la mano la tabaquera, se le ocurrió de improviso decir sonriendo: Monseñor, déme un poco de polvo de rapé. Así veré si también en esto tiene un buen olfato. Se hablaba sobre los asuntos de América. La conversación se entretuvo precisamente casi completamente en este argumento y principalmente en la necesidad de proteger a las distintas nacionalidades en esas regiones. El Papa terminó por persuadirse y me encargó de levantar un memorial sobre eso”.

PASTOR INDOMITO

El ministerio episcopal de Beato Scalabrini tuvo un comienzo verdaderamente fulgurante. En aquel 1876, pocos meses después de la toma de posesión, inició su programa pastoral con sorprendente celeridad.
Aún antes de instalarse en Piacenza, el mismo día de su consagración episcopal, Scalabrini envió a la Diócesis su primera Carta Pastoral. En ella, se presentó con gran humildad, todavía confundido por la altísima responsabilidad que se le había asignado; mas con igual determinación de querer entregarse con todas sus fuerzas a la causa del Reino de Dios. Presentando su programa, se declaró dispuesto a hacerse “siervo de todos”, pero sobre todo de los pobres y de los enfermos. a los que él se comprometía a socorrer y a evangelizar. Y, como se verá, en los treinta años de su ministerio episcopal, él trabajará con el pensamiento y con la acción dirigida hacia aquella gran masa humana formada por indigentes, enfermos, desocupados, huérfanos, ciegos, sordomudos, encarcelados y además, la de los emigrados.
Dirigiéndose luego a todas las categorías de personas y, primero que todos, a los sacerdotes, les propuso una especie de movilización general en vista de un urgente e importante proyecto de renovación. Frente al dinamismo abrazador del nuevo Obispo, uno de sus canónigos observó: “Scalabrini no deja en paz a nadie”.

El 23 de abril, es decir apenas dos meses después de su entrada en la Diócesis, envió una Carta Pastoral sobre la enseñanza del Catecismo; y el 5 de julio siguiente fundó la primera revista catequística italiana, “El Catequista Católico”.
Siempre en 1876 Scalabrini envió dos Cartas Pastorales al clero, iniciando de esta manera aquella renovación espiritual y cultural de aquellos que tenían que ser los primeros protagonistas de la reforma proyectada.

Sin embargo, la urgencia más grave que advirtió en los primeros meses de su episcopado fue la de conocer a su pueblo, convencido de tener que hacer propias las palabras de Cristo: “Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí” (Jn. 10, 14). De aquí la epopeya de sus cinco Visitas Pastorales en una diócesis en la que no se había hecho ninguna desde hacía nada menos que tres siglos. Anunció la primera el 4 de noviembre de 1876; por lo tanto en la festividad de San Carlos Borromeo, de quien deseaba seguir el ejemplo heroico. En los tiempos de Scalabrini la Diócesis de Piacenza contaba con 346 parroquias con una población de alrededor de 241 mil habitantes. Una tercera parte de las parroquias estaba ubicada en la llanura, mientras que todas las demás se encontraban en colinas y sobre todo en la montaña, razón por la cual muchas sólo podían ser alcanzadas montando a lomo de caballo o de mula. Este Scalabrini, que a través de largas y agobiadoras cabalgatas, alcanza a los pequeños pueblos de los Apeninos, allá donde solamente centenares de años antes, o quizá nunca se había visto a un Obispo, evoca precisamente al indómito entusiasmo del gran San Carlos.

En esta primera Visita Pastoral, además de dar un fuerte impulso a la vida cristiana, se preocupó también de llevar a cabo relevamientos estadísticos sobre los sordomudos, los ciegos, los huérfanos, y también sobre los emigrados, en vista a la preparación de su grandiosa obra de caridad. Es interesante observar cómo en aquel año 1876 en el que Scalabrini inicia su primera Visita Pastoral, empiezan también las mediciones estadísticas oficiales sobre la emigración italiana y se intenta inútilmente aplicar la primera ley emigratoria. Mientras en el Ministerio se manejan cifras no demasiado creíbles y se simula interés por los problemas de los emigrados; Monseñor Scalabrini trepa por los Apeninos y recoge la cifra más auténtica y dramática: sus migrantes resultan ser alrededor de 28 mil, equivalente al 11% de toda la población de la Diócesis.

Empero, es útil retomar el tema de sus intrépidas Visitas Pastorales. Éstas son destacadas por otros importantes acontecimientos eclesiásticos como son los Sínodos Diocesanos. Habían pasado nada menos que 156 años del último Sínodo, por lo que Scalabrini se apresuró en convocar el primero en 1879, mientras se estaba cumpliendo todavía la primera Visita Pastoral. En este primer Sínodo, valiéndose de la experiencia que estaba adquiriendo con el contacto directo con su gente, él lanzó su programa de reforma; inspirándose en los grandes ejecutores del Concilio de Trento, como fueron San Carlos Borromeo y San Francisco de Sales. El segundo y tercer Sínodos fueron celebrados al comienzo y al final de la cuarta Visita Pastoral, que fue la más larga (1893-1899).

El segundo Sínodo, con el que tuvo la intención de completar el primero, adaptando el proyecto de reforma a las cambiantes situaciones de la época, fue presentado como una “Visita Pastoral total y simultánea”; mientras que el tercer Sínodo, dedicado a la Eucaristía, fue una celebración de la Redención con los ojos puestos en el cercano Siglo XX, y es considerado el canto del cisne. La quinta Visita Pastoral (1902-1905) puso a prueba el celo y las fuerzas físicas de Scalabrini, debido a la amplísima y comprometedora extensión. En efecto, comenzó después de su viaje a los Estados Unidos de América y concluyó después de su viaje a Brasil. El 5 de Mayo de 1905, un mes después de concluir su quinta Visita Pastoral y apenas cuatro semanas antes de su muerte, el Obispo Scalabrini tuvo el coraje de anunciar la sexta Visita Pastoral. En la Carta Pastoral de anuncio, considerada su testamento espiritual, entre otras cosas escribió:

“Seis lustros ya han pasado, desde que esta porción de la grey de Cristo fue confiada a mis cuidados, y de esto tendré un día, que no puede estar lejano, dar estrictísima cuenta… Les anuncio, hermanos e hijos míos, que he decidido emprender personalmente la sexta Visita pastoral de todas y cada una de las parroquias de la Diócesis. Si considerara mi edad, tendría que preocuparme; sin embargo, es muy vivo en mí el deseo de verlos todavía una vez más y de dirigirles todavía una vez más mi palabra de pastor y de padre…”

Verdaderamente merece la pena inclinarse, asombrados y conmovidos, frente a semejante temple de pastor. Muestra de su paso por la diócesis de Piacenza son las doscientas iglesias por él consagradas.

Capítulo cuarto


FUNDADOR

EL GRAN ÉXODO

La emigración masiva es uno de los principales fenómenos de la época moderna; y para Italia, desde la segunda mitad del siglo XIX, fue el mayor drama social de su historia. En el lapso de un siglo salieron de Italia alrededor de veinticinco millones de personas. El período más dramático de la emigración italiana, tanto por la cantidad numérica cuanto por el estado de absoluto abandono en que ésta se encontraba, fue aquél que coincidió con los treinta años del episcopado de Juan Bautista Scalabrini.

En Italia, la causa que provocó un éxodo de tal envergadura fue, fundamentalmente, la desocupación. En efecto, la agricultura, que era el principal componente de la economía nacional, no estaba más en condiciones de ofrecer los medios para abastecer a una población en rápido crecimiento demográfico y que no encontraba desahogo en la aún incipiente economía industrial. De nada sirvieron las protestas de los latifundistas, alarmados por la salida de sus peones, quienes frente a los salarios de hambre que percibían, prefirieron afrontar los riesgos de la emigración. Robar o emigrar era su dramático dilema. Los mayores peligros estaban reservados a aquellos que se dirigían hacia el otro lado del océano. Éstos, engañados y reclutados por deshonestos “agentes de emigración”; privados de sus últimos ahorros por parte de los hoteleros de puertos y por las compañías de navegación; amontonados en las malsanas bodegas de frágiles barcos, enfrentaban el calvario de un largo, sufrido y azaroso viaje.

Una vez desembarcados, veían esfumarse sus sueños, y terminaban a menudo en manos de los especuladores; cuando no – como en Brasil- reemplazaban a los esclavos recién emancipados. Carentes de protección o defensa por parte de las autoridades consulares italianas, raramente lograban hacer llegar su grito desesperado a la Madre Patria.

La Italia resurgimental, más preocupada en darse las estructuras de un estado moderno, que le ganara prestigio en el concierto de las naciones; ignoró este gravísimo drama social vivido y sufrido por sus compatriotas. Es suficiente observar la escandalosa ausencia de la dirigencia política, ya fuera de derecha o de izquierda, que por cuarenta años no supo elaborar una legislación justa y eficaz. Basta constatar el hecho desconcertante que los grandes escritores de ese tiempo (excluido tal vez Pascoli), a pesar del verismo literario y las modas “socialistoides”, hayan ignorado este drama. Esta especie de pacto de silencio, que en Italia duró hasta nuestros días (¿En qué texto escolar se trata este tema?), está tal vez ligado al destino mismo de los emigrantes. Éstos están tal vez demasiado lejanos del país de origen para que se los recuerde; y son demasiado extraños en el país de adopción para que éste se preocupe demasiado por ellos.
A tal destino parecen asociados también aquellos que abrazaron la causa de los emigrantes, como Scalabrini y sus misioneros. Es sintomático cuanto dijo Cesare Cantú de los primeros Misioneros Scalabrinianos que partían: “El mundo tendrá la ligereza de no conocerlos, la ingratitud de olvidarlos…”.

Hoy el fenómeno migratorio involucra a muchas otras naciones, alcanzando cifras que producen escalofrío. En Italia se ha agregado el fenómeno de la migración interna, especialmente del sur al norte, y aquel cada vez más creciente y preocupante de la emigración proveniente del Tercer Mundo.

Argentina fue siempre una tierra eminentemente receptora de emigración. Además de la tradicional emigración europea que se prolongó – con ciertos intervalos – desde mediados del siglo pasado hasta después de la Segunda Guerra Mundial; cuyas cifras se calculan alrededor de diez millones de personas; en estas últimas décadas del siglo XX se ha producido la inmigración que proviene de los paises limítrofes, especialmente desde Paraguay, Bolivia, Uruguay y Chile.
Paralelamente – aunque desde los años cuarenta – se ha ido incrementando la migración interna, desde las provincias hacia los centros urbanos e industriales. Y últimamente se ha dado el fenómeno de la emigración de otros países como del Perú y de ciertas regiones de Africa y Asia.

Todo ello sumado a los refugiados de todo el mundo y de los marineros que llegan a sus puertos.
Es opinión generalizada entre los expertos en la materia que las migraciones tienden a una globalización o universalización cada vez mayor, no habiendo zona del mundo que no se vea afectada de modo directo o potencialmente por éste fenómeno.
Por lo tanto, se han abierto nuevos frentes y nuevos desafíos para el carisma de los Misioneros Scalabrinianos.
No podemos aquí extendernos exponiendo sobre la totalidad del pensamiento de Scalabrini acerca del fenómeno migratorio. Nos limitaremos a referir algunas de sus ideas básicas, de las cuales puedan obtener indicaciones y estímulos aquellos que, también hoy, están empeñados en la pastoral del agitado frente migratorio.

Beato Scalabrini, en sus escritos y en sus conferencias, ingresó de lleno en el encendido debate sobre la bondad del fenómeno migratorio. Lo relacionaba con uno de los derechos fundamentales de la persona humana: que era el de movilizarse sobre la superficie de la tierra y de salir de los confines de un Estado, con entera libertad. Gracias a su profundo sentido de la historia, sabía muy bien cómo la civilización humana se fue formando precisamente a través de las varias formas de movilidad.
Podía también aceptar las opiniones de aquellos que veían en la emigración una válvula de seguridad para Italia, un medio para incrementar las relaciones comerciales y culturales y cosas por el estilo. Finalmente, como cristiano, no podía no ser “providencialista”, en cuanto que Dios, Creador y Señor del Universo, por medio de la tumultuosa combinación de pueblos y de razas, va realizando la unificación del género humano en Cristo. Pero todas estas convicciones, por las cuales la emigración debía ser juzgada un bien, no distraían su percepción sobre la dramaticidad del fenómeno, por las causas que lo provocaban y por el modo en que se producía.

De todas formas, la fe en la Providencia no generaba en él ningún fatalismo, sino que era motivo de mayor compromiso. Scalabrini resumía su concepción de la emigración con esta lapidaria expresión: “Libertad de emigrar, pero no de hacer emigrar”. Con este pensamiento, fustigaba sobre todo a las autoridades públicas, las cuales dejaban plena libertad de acción a los tristemente famosos “agentes de emigración”, verdaderos “traficantes de carne humana”. Bajo otras máscaras los agentes de emigración existen también hoy, existiendo quienes provocan y quienes aprovechan los dramas de los migrantes; un drama de los que, por razones económicas o políticas, son expulsados de su propia tierra y empujados a los caminos del mundo, terminando a veces explotados y marginados en tierras extrañas.
En los tiempos del Obispo Scalabrini muchos consideraban a la emigración como un fenómeno pasajero, una especie de calamidad natural a la que se debía enfrentar con provisorias medidas de emergencia. En cambio, Scalabrini intuyó la magnitud y la estabilidad del fenómeno, para el cual reclamó del Estado una verdadera “política emigratoria” y de la Iglesia una “pastoral específica”. Intuiciones y reivindicaciones que podemos hacer nuestras, viendo que hoy, mientras perduran las diferencias demográficas y económicas entre el mundo industrializado y el mundo subdesarrollado y superpoblado; el fenómeno migratorio, lejos de haberse atenuado, va ampliándose y agigantándose cada vez más.

Pero Scalabrini constató otra “permanencia” del fenómeno migratorio, de la cual surge un ulterior y apropiado compromiso. A menudo el fenómeno es considerado únicamente en la primera fase de emergencia y se ignora o se subestima el lento y penoso proceso de la integración con el nuevo medio. A menudo Scalabrini se lamentaba de que se hicieran grandes discursos sobre los emigrantes, mientras muy poco se interesaban por los emigrados.

Fiel a la visión cristiana del hombre y de la sociedad, Beato Scalabrini colocaba en el centro del fenómeno migratorio a la persona humana, oponiéndose a la concepción reductiva de aquellas ideologías que siempre identifican al fenómeno migratorio únicamente con su aspecto socioeconómico. El de los emigrantes es, sobre todo, un drama humano, puesto en evidencia por varias consecuencias graves. El problema familiar, que va desde la reunificación del núcleo a la educación de los hijos; el problema cultural, con la exigencia de integrarse a la nueva sociedad, salvaguardando la propia identidad ; el problema de la participación en la vida política y sindical del país de adopción y la actividad asociativa en general; el problema de una diáspora que aspira a una agregación comunitaria; y todos los otros problemas que involucran al mundo del trabajo y del tiempo libre, además de la posibilidad de retornar a su patria.

Pero por sobre todo está el problema religioso; que concierne a la posibilidad de continuar viviendo la propia fe; problema que más que cualquier otro alarmó y estimuló al Obispo Scalabrini. Puesto que la fe no puede ser más que “inculturada”, ella es puesta en peligro cuando el fiel es sustraído a su cultura, hecha de valores, tradiciones y de idioma. He aquí porqué Scalabrini dio suma importancia a la conservación por el emigrante de la propia cultura, idioma y religión incluídos.
La disolución de la comunidad cristiana, la dispersión de la práctica religiosa y especialmente la ruptura de la relación vital con la Palabra de Dios, llevan a una especie de apostasía de la fe. Razón por la cual, los sociólogos de la actualidad ponen a la emigración entre los factores del moderno fenómeno de la secularización.

Scalabrini señaló, por lo tanto, a la Iglesia un nuevo frente misionero. ¿De qué sirve, se preguntaba, ir por el mundo a la conquista de los infieles, si luego en nuestras naciones se dejan perder a los fieles? Y hacía este cálculo: en los Estados Unidos había diez millones de católicos, mientras que los emigrantes católicos que habían llegado allí eran calculados alrededor de los cuarenta y ocho millones. Por lo tanto, la asistencia solícita y adecuada de los emigrantes era para Scalabrini una auténtica actividad misionera. Y él, comprometiéndose en esto, preparando y enviando una multitud de misioneros, vio realizarse, como hemos observado, las palabras proféticas que de joven había oído de su Obispo: “Tus Indias son Italia”.

La relevancia del fenómeno migratorio en la moderna actividad misionera nos fue recordada recientemente por la Encíclica “Redemptoris Missio” de S.S. Juan Pablo II, propulsor de aquella “Nueva Evangelización” de la que Scalabrini ciertamente fue un precursor.

El Retorno de Scalabrini

El domingo 9 de noviembre de 1997, quien proclamó “Beato” a Juan Bautista Scalabrini, el Apóstol de los Migrantes, fue el Papa Juan Pablo II, el Papa “llegado de lejos” que experimentó como tantos la separación de la propia tierra. Pero ese día, en el esplendor de la Basílica Vaticana, sucedió otro hecho singular. La enorme multitud que aclamaba al nuevo Beato, estuvo compuesta no sólo por los fieles llegados de Como, de Piacenza y de otras partes de Italia, sino también de numerosos emigrantes provenientes de todas las partes del mundo y guiados por sus misioneros y misioneras. Fue un verdadero Pentecostés. En efecto, como en la plaza de Jerusalén, el día de Pentecostés, se encontraba una multitud proveniente “de todas las naciones que existen bajo el cielo” (Hc 2, 5), así en San Pedro de Roma hubo emigrantes de toda lengua y cultura, los cuales dieron acción de gracias a Dios por el gran don de tener un modelo y un patrono exclusivo para ellos.
Este hecho, ciertamente no podía haber sido previsto por Scalabrini, a pesar de su extraordinaria clarividencia, cuando recorría Italia o atravesaba el océano pidiendo al Estado y a la Iglesia que tomaran conciencia del terrible drama de los emigrantes. Esta escena del Obispo Scalabrini elevado a los honores de los altares y aclamado por miles y miles de emigrantes, unidos como por un inmenso abrazo entre la columnata de Bernini, constituyó un hecho único, grandioso y cualificante en la secular historia de la emigración, que es en definitiva historia de la Iglesia la cual no es otra cosa que “el Pueblo de Dios en marcha”.

Como ya hemos recordado, Scalabrini pertenece al 800, apenas llegó al 900, pero gracias a la clarividencia de sus intuiciones y a la continuidad de sus obras, él llega hasta nosotros, a punto de atravesar el umbral del tercer milenio. Pero la Iglesia, incluyendo en el número de los Santos al Obispo Scalabrini, convierte esta actualidad en presencia. Con la canonización Scalabrini vuelve en medio nuestro, ante todo a contemplar su obra misionera dejada inconclusa a causa de su prematura desaparición, pero vuelve sobre todo en un mundo que tiene mucha necesidad de él. Vuelve a Italia llegada a ser país de inmigración al extremo que multitudes de pobres y necesitados asaltan sus costas; vuelve en un mundo donde centenares de millones de emigrantes y de prófugos son empujados por los caminos de los cinco continentes sin que las naciones logren implementar una manera civil y humana de derecho internacional.

Scalabrini, por lo tanto, vuelve porque Italia, Europa y el mundo tienen siempre necesidad de él.

Fuente/Autor: De la Página Web: www.scalabrini.org

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