“La Biblia se vuelve más y más bella en la medida en que uno la comprende.”

GOETHE
La crisis de la modernidad
01/27/2020
Respuestas del Papa ante medio millón de jóvenes en Loreto
01/27/2020

Temas

VIVIMOS NUESTRA FE CON GRATITUD

27 de enero de 2020

IX CONGRESO NACIONAL JUVENIL MISIONERO (CONAJUM)

Guadalajara, Jal. 27 al 29 de julio de 2007

+ Francisco Moreno Barrón
Obispo Aux. de Morelia y
Coordinador de la Dimensión
Episcopal de Juventud

OBJETIVO DEL TEMA

Reconocer la trayectoria de nuestra Iglesia en México iniciada por el camino misionero, en el cual nuestros pueblos recibieron la bendición del encuentro con Jesucristo vivo; haciéndola una Iglesia viva, fermentada por la experiencia de la gracia de Dios; para vivir nuestra fe con gratitud.

I.- INTRODUCCIÓN

Muy queridos jóvenes: Aquí todos somos personas de fe. Para iniciar esta reflexión, nos preguntamos qué es la fe. La fe es el asentimiento a verdades que no podemos comprender por la sola luz de la razón. El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica en el número 27 afirma que “creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

La fe no está contra la razón, sino por encima de ella. “Aunque la fe supera a la razón, no puede haber nunca contradicción entre la fe y la ciencia, ya que ambas tienen su origen en Dios. Es Dios mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón como la fe” (CCIC n. 29).

En el credo o profesión de fe se encuentran contenidas las verdades principales de nuestra fe: Dios Padre, Creador y Señor de todo lo que existe; Dios Hijo, nuestro Redentor, encarnado en la virgen María, que murió, resucitó, subió al cielo y vendrá al fin de los tiempos; Dios Espíritu Santo; la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la Resurrección de los muertos y la Vida del mundo futuro.

II.-ORIGEN ÚLTIMO DE NUESTRA FE

Nuestra fe no surge hoy por generación espontánea, no hemos comenzado a creer hoy por nosotros mismos. Para reconocer el origen de nuestra fe, necesitamos situarnos en la intimidad misma de Dios que “nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef.1,4). Como al profeta Jeremías, Dios nos dice a cada uno de nosotros: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones” (Jer. 1,5). En Dios mismo está el origen de nuestra fe, que es un Don totalmente gratuito. Pero, ¿Cómo nos lo comunicó? ¿Cómo llegó a estas tierras, a cada uno de nosotros el don de la fe?

III.-JESUCRISTO, EL DIOS ENCARNADO

En este Congreso todos sabemos que el Hijo de Dios se humanizó, se hizo carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen María. Esto sucedió hace más de dos mil años en medio del pueblo judío, que era el pueblo de la promesa, pero, a pesar de que Cristo envió a sus discípulos a predicar por todo el mundo, tuvieron que pasar quince siglos para que a nuestro Continente Americano llegara el mensaje de la Buena Nueva en Jesucristo, mesias y salvador de los hombres.

IV.-PRIMEROS MISIONEROS EN LA NUEVA ESPAÑA

La fecha oficial del descubrimiento de América fue el 12 de octubre de 1492. Más tarde varias incursiones tocaron suelo mexicano. El famoso historiador Bernal Díaz del Castillo nombra al presbítero Alonso González como el primer clérigo que llegó en la expedición de Francisco Hernández de Córdova a Cabo Catoche de Yucatán el I° de marzo de 1517. Al año siguiente, con la expedición de Juan de Grijalva, llegó a Cozumel el clérigo Juan Díaz. Aunque hayan sido ambos sacerdotes del clero diocesano, según el historiador Ramón López Lara, debe tenerse en justicia a Fray Bartolomé Olmedo, Mercedario, como el pionero de la evangelización en México.

Ante la solicitud del Emperador Carlos V al Papa Adriano VI para que enviara religiosos a estas tierras, los primeros misioneros en llegar, como grupo organizado, fueron 12 Franciscanos que, encabezados por Fray Martín de Valencia, desembarcaron en Veracruz el 13 de mayo de 1524. Luego arribaron los Dominicos, también en número de 12, el 2 de julio de 1526. Más tarde vinieron los Agustinos el 22 de mayo de 1533; y el 28 de septiembre de 1572 los Jesuitas. Algunos misioneros llegaron con los mismos conquistadores, pero la inmensa mayoría venían organizados en grupos destinados a la evangelización.

Los Religiosos contaban con amplias facultades otorgadas por el mismo Papa en mayo de 1522, a través de la Bula “Exponi novis fecisti”, para hacer cuanto les pareciera necesario a fin de la conversión de las almas, dondequiera que no hubiere Obispos o éstos se hallaren a más de dos días de camino.

El Papa Benedicto XVI declaró en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida, Brasil: “El Evangelio llegó a nuestras tierras en medio de un dramático y desigual encuentro de pueblos y culturas. Las semillas del Verbo presentes en las culturas autóctonas facilitaron a nuestros hermanos indígenas encontrar en el Evangelio respuestas vitales a sus aspiraciones más hondas: Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente”. Podemos afirmar que, de alguna manera, la presencia del Salvador ya estaba en germen en el corazón de los indígenas.

Estos primeros misioneros, cumpliendo el mandato de Cristo y viviendo su compromiso bautismal, vinieron a nosotros para compartir su fe. Eran los mismos discípulos que 1500 años antes eligió el Señor y envió para anunciar el Evangelio de la salvación, para hacer nuevos discípulos y bautizarlos en el nombre del Dios trino y uno.

V.-SANTA MARIA DE GUADALUPE

A pesar del esfuerzo de estos misioneros, eran muy pocos los indígenas que, renunciando a sus creencias, abrazaban la nueva fe, hasta que en el año 1531 aconteció el milagro en la colina del Tepeyac, cuando la Virgen María, “la madre del verdadero Dios por quien se vive”, se apareció a Juan Diego y, a través de él, a todo nuestro pueblo. La Santísima Virgen se manifestó morena y con su vientre abultado. Traía en su seno a Cristo y venía a nosotros para entregárnoslo, para que lo recibiéramos directamente de sus virginales entrañas. Ella vino a buscar con nosotros una relación personal, pero ante todo vino para sembrar en nuestros corazones la semilla de la fe en Jesucristo. Fue en el Tepeyac donde brotó la fe del pueblo mexicano y, por lo tanto, de cada uno de nosotros. Desde entonces se multiplicaron las conversiones y muchos naturales abrazaron la fe y recibieron el bautismo de manos de los misioneros, quienes, a partir de esas apariciones, desempeñaron un ministerio verdaderamente fecundo.

El Documento final de Aparecida lo expresa de esta manera: “La visitación de nuestra Señora de Guadalupe fue un acontecimiento decisivo para el anuncio y reconocimiento de su Hijo, pedagogía y signo de inculturación de la fe, manifestación y renovado ímpetu misionero de propagación del Evangelio” (A n.4).

La presencia de Santa María de Guadalupe no fue una presencia fugaz, sino que decidió quedarse con nosotros en la tilma de Juan Diego. Ella es nuestra madre y camina siempre a nuestro lado. Por eso la historia de México no es otra cosa, sino la continuación de aquel diálogo incomparable en el Tepeyac y, a pesar de todas las vicisitudes, estamos seguros que la Virgen de Guadalupe seguirá nutriendo nuestra fe en Jesucristo hasta el fin de los tiempos.

VI.-ACCIÓN PASTORAL DE CONGREGACIONES Y ÓRDENES RELIGIOSAS

Fueron muchas la Órdenes y Congregaciones religiosas que en diferentes épocas vinieron a estas tierras para colaborar en la extensión del Reino, verdaderos promotores también de un rico humanismo que se distinguieron por su valor, grandeza de espíritu y entrega radical en el servicio a los aborígenes, muchas veces hasta el sacrificio. Entre ellas recordamos a los Franciscanos, Agustinos, Dominicos, Mercedarios, Carmelitas, Hospitalarios y otras más recientes. Con sus distintos carismas vinieron a enriquecer la Iglesia en América. Casi todos los misioneros en sus correrías apostólicas portaban una cruz y una imagen de la virgen María con distintos nombres, como la Virgen del Refugio, del Socorro, etc., advocaciones traídas de Europa que arraigaron profundamente en nuestro continente y que hoy en día siguen inspirando el sentido religioso de nuestras comunidades.

Entre los recursos pedagógicos más comunes que los misioneros emplearon para evangelizar podemos señalar la catequesis presacramental; la predicación de la Palabra de Dios; la administración de los Sacramentos; el fomento de la Religiosidad Popular con fiestas patronales, procesiones y peregrinaciones; el teatro para los autos sacramentales, pastorelas y representaciones de Semana Santa; la fundación de las “escuelas de artes y oficios”, la música, la pintura; la Universidad Pontificia de México; las escuelas y colegios; y la creación de los tres “Hospitales Pueblos” y de muchos “Hospitales de la Concepción” que eran verdaderos centros de promoción social.

No es el momento para abordar los discutidos temas de la fe y la espada, la relación entre conquistadores y evangelizadores, las luchas entre indígenas y españoles, los supuestos saqueos de incontables riquezas, el desconocimiento de los valores religiosos intrínsecos en la religiosidad india. Cuánta mentira y cuánta verdad esconden los apasionados juicios de la historia. Por ahora baste afirmar que nosotros, los actuales mexicanos, no somos ni españoles ni indígenas, somos la nueva raza mestiza que brotó de la fusión de aquellas dos. Pero ante todo hemos de reconocer que somos herederos de la fe en Jesucristo y que todos los mexicanos tenemos el sello de ser guadalupanos. ¿Qué sería de nosotros si no adorásemos al único Dios verdadero, si fuéramos un pueblo pagano, si no tuviésemos la riqueza de la fe católica, si María de Guadalupe no nos llevara de su mano? En medio de desgracias que no justificamos y de los sufrimientos que nos han templado el carácter, valoremos nuestra identidad, aceptemos nuestra historia y enfrentemos los retos que el futuro nos plantea.

VII.-PRIMERAS DIÓCESIS

Una Diócesis es un determinado territorio bajo la conducción de un Obispo. No hay Diócesis sin Obispo y no hay Obispo sin Diócesis. Las primeras Diócesis surgieron en el mismo siglo XVI: Tlaxcala Puebla en 1526 con el Obispo Fray Julián Garcés, Dominico; México en 1530 con el Obispo Franciscano Fray Juan de Zumárraga; Antequera o Oaxaca en 1535 con su Obispo Juan López de Zárate del Clero Diocesano; y en 1536 Michoacán con su primer Obispo, el laico y abogado Vasco de Quiroga, quien recibió en pocos días todas las Sagradas Órdenes y el Episcopado. Luego vendrían: Chiapas en 1539, Guadalajara en 1546 y Yucatán en 1571. En tiempos de la Independencia (1810) existían en México tan sólo diez Diócesis.

Todas estas Diócesis tenían un extenso territorio, lo cual exigía una buena organización y un espíritu sacrificado para su atención pastoral. Los misioneros primero y luego los obispos y sacerdotes hacían largas jornadas de camino para visitar y atender a las ovejas del redil y para provocar nuevas conversiones en su amplia jurisdicción. Los Obispos se empeñaron especialmente en la formación del clero nativo, al cual le iban confiando las parroquias. El primer seminario de América fue el Colegio de San Nicolás fundado en Pátzcuaro por Don Vasco en el año 1540. Ya en el siglo XVI se habían realizado en estas tierras tres Concilios Provinciales que orientaban la vida pastoral de la Iglesia.

VIII.-DIFICULTADES Y PERSECUCIONES

El peregrinar de la Iglesia en México nunca fue fácil. Baste apuntar que ya en el siglo XVII constatamos algunas rebeliones de los indígenas en las misiones del norte contra los Franciscanos y Dominicos, y, sobre todo, la persecución contra la Iglesia con motivo de la Constitución de 1857 y de la Constitución de 1917, a causa de los artículos adversos a ella que prohibían la libertad de cultos, la libertad de expresión, la educación católica, el ejercicio del ministerio sacerdotal y que pretendían el control de la misma Iglesia. Fue un enconado combate contra la fe católica.

Es necesario reconocer las carencias de la Iglesia institucional, tan divina y tan humana, pero también los ataques injustos de que fue objeto. “Como dice Aparecida: La Iglesia “escribió páginas de nuestra historia de gran sabiduría y santidad. Sufrió también tiempos difíciles, tanto por acoso y persecuciones, como por las debilidades, compromisos mundanos e incoherencias, en otras palabras, por el pecado de sus hijos, que desdibujaron la novedad del Evangelio, la luminosidad de la verdad y la práctica de la justicia y de la caridad”(A n.5).

IX.-EL TESTIMONIO DE LOS MÁRTIRES

En medio de estas tempestades surgió el valioso testimonio de infinidad de mártires, hombres y mujeres, niños, adolescentes, jóvenes y adultos, sacerdotes y laicos, testigos todos de la fe en Cristo y del amor y fidelidad a su Iglesia, quienes prefirieron derramar su sangre antes que renegar de su fe. Aunque la Iglesia ha canonizado a unos pocos, fueron muchos más los que ofrendaron su vida en estos tiempos difíciles.

Además de San Felipe de Jesús, protomártir mexicano, fueron también canonizados San Cristóbal Magallanes y sus 24 compañeros mártires de la persecución religiosa en México. Hay otros pocos santos mexicanos canonizados recientemente, entre ellos San Juan Diego, pero hay también más de 40 Beatos mexicanos que algún día podrán ser canonizados, sin contar a otros tantos cuyo proceso se va iniciando.

Si hacemos una seria reflexión en torno a estas persecuciones religiosas, podemos afirmar que en México se repitió lo mismo que aconteció en Roma con la primitiva Iglesia: La sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos. Su testimonio heroico enfervorizó las almas y corazones de los mexicanos y acrecentó su fe. Qué importa si despojan a la Iglesia de edificios y otras propiedades materiales o ingresos económicos. Pueden privarla de todo, mientras no le arranquen los ideales evangélicos y la vida de los sacramentos, mientras no le quiten del corazón el amor a Jesucristo. Estos contratiempos pueden convertirse en gracia y bendición para que la Iglesia se purifique y viva radicalmente su vocación. Lo que no podemos negar es que el testimonio de los mártires fue una expresión de la vitalidad de la Iglesia y garantía de un mañana mejor para ella. La fe de la Iglesia que peregrina en México se fortaleció en la adversidad.

X.-LA HERENCIA DE LA FE

La fe que hoy profesamos es la herencia que nos legaron nuestros antepasados, los misioneros, los mártires, nuestros familiares. A través de nuestros padres y padrinos, que nos llevaron al bautismo, nosotros recibimos la fe como una semilla que debe ir madurando hasta llegar a una fe adulta. Ese compromiso adquirido por papás y padrinos en el bautismo, nosotros lo hemos asumido en nuestra confirmación, cuando ratificamos la fe bautismal. Dios nos dio el don de la fe enviando a nuestra vida católicos que nos amaron y se dejaron amar por nosotros. Gracias a toda esa gente maravillosa nosotros hoy somos lo que somos. Si ellos hubieran sido negligentes en el anuncio del Evangelio, en mantener viva la llama de la fe, nosotros no hubiéramos recibido esa fe. Si ellos no hubieran sido católicos, tampoco nosotros lo seríamos. Cuánta gratitud hemos de experimentar hacia esas personas que Dios envió a nuestras vidas y a través de las cuales nos llamó a ser miembros de su cuerpo en la Iglesia.

Somos la herencia de los santos, de los santos canonizados en los altares y de los santos de nuestra vida diaria que nos amaron y se dejaron amar por nosotros, que vivieron su fe y supieron transmitirla a las siguientes generaciones. Pueden ser familiares, amigos, algún catequista, profesor, religiosa o sacerdote que nos marcaron con su testimonio de fe viva en la caridad. Ellos son un ejemplo que podemos y debemos imitar en su fidelidad al Evangelio y son también intercesores que oran constantemente por nosotros en el cielo, para que seamos mujeres y hombres de fe que luchen también por su propia santificación.

El Señor Jesús tomó la iniciativa para llamarnos al bautismo y para obsequiarnos el don de la fe. No lo hemos elegido nosotros a Él, es él quien nos ha elegido a nosotros, no por méritos nuestros, sino por pura gratuidad. Aunque en el Antiguo Testamento Dios se manifestó directamente a algunas personas, como a los patriarcas y profetas, fue en Cristo en quien esa manifestación llegó a su plenitud, y en nuestro tiempo nunca llama a alguien directamente, sino siempre a través de la Iglesia de su Hijo Jesucristo. Así entendemos que nuestros antepasados, nuestros padres y padrinos, miembros de la Iglesia, nos hayan llamado en nombre de Cristo y de la misma Iglesia al bautismo. Ellos, a su vez, habían sido llamados por sus antepasados, bajo la influencia de la Virgen de Guadalupe y de los misioneros y mártires de estas benditas tierras.

XI.-LA FE RECIBIDA ES UN PRIVILEGIO Y UNA RESPONSABILIDAD

¡Qué gran privilegio y qué tremenda responsabilidad haber sido engendrados en la fe! No podemos ocultar este tesoro ni minusvalorarlo. Aparecida afirma que “la fe en Dios Amor y la tradición en la vida y cultura de nuestros pueblos son la mayor riqueza de nuestro Continente…Por eso, el Santo Padre nos responsabilizó más aún, como Iglesia, en “la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios” (A n.6).

Refiriéndose a ustedes, jóvenes, el número 443 del Documento final de Aparecida dice: “Como discípulos misioneros, las nuevas generaciones están llamadas a transmitir a sus hermanos jóvenes sin distinción alguna, la corriente de vida que viene de Cristo, y a compartirla en comunidad construyendo la Iglesia y la sociedad” y esta V Conferencia ha marcado como una línea de acción “proponer a los jóvenes el encuentro con Jesucristo vivo y su seguimiento en la Iglesia”. Aceptemos con gratitud la semilla de la fe recibida en el bautismo, cultivémosla hasta llegar a una fe adulta que no vacile ante las pruebas y dificultades de la vida, y demos testimonio de ella en todas partes, sobre todo en los ambientes más adversos.

Precisamente en la Confirmación hemos recibido la fuerza del Espíritu Santo con sus siete sagrados dones para madurar en nuestra vocación de testigos misioneros de Jesucristo. Ustedes, jóvenes, especialmente están llamados a compartir su fe con otros jóvenes, para que también ellos vivan un encuentro con el Señor. Sean ustedes quienes, en nombre de Cristo y de su Iglesia, los inviten a ser parte de nuestra experiencia viva de fe, respondan a sus interrogantes más profundas y muéstrenles con su estilo de vida el rostro atractivo de Jesucristo resucitado, para que lo conozcan, lo amen, lo imiten y los testifiquen a otras gentes.

“La fe en Dios ha animado la vida y la cultura de nuestro pueblo durante más de cinco siglos” (A n.447). No permitamos que esta fe en Dios que vivimos en el seno de la Iglesia católica venga a menos en la vida personal de cada uno de nosotros, en la vida de nuestra familia y en la vida de nuestra sociedad, por que perderíamos nuestra misma identidad y el sentido profundo de nuestra existencia.

XII.-EXHORTACIÓN FINAL

En medio de una sociedad secularizada que oferta caminos fáciles para la felicidad en el materialismo y hedonismo, encontramos jóvenes que han respondido con alegría al llamado de Cristo. Permítanme, amigos jóvenes, contarlos a ustedes entre ellos y exhortarlos para que nunca den marcha atrás en esta respuesta generosa. Cristo nada les quitará y, en cambio, les dará todo lo que requieren para ser muy felices en esta vida y en la eternidad. Vivan con gratitud y gozo su fe y estén dispuestos a compartirla también más allá de las fronteras familiares o nacionales, si descubren ese llamado del Señor en sus corazones. Seamos conscientes y responsables, como nuestros ancestros, de heredar a las futuras generaciones un mundo más humano y digno de ellos, pero sobre todo una humanidad renovada en la fe en Jesucristo.

“Nos encontramos ante el desafío de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Jesucristo”…para que México sea efectivamente un país en el cual la fe, la esperanza y el amor renueven la vida de las personas y transformen sus culturas (A n. 13).

Jóvenes hermanos y amigos, nacimos en esta fe católica y hoy, agradecidos por este don, lo acogemos libre y gozosamente. Por intercesión de nuestra Madre, la Virgen María, modelo de fe, pedimos al Señor Jesús con humildad, que crezca el número de sus discípulos misioneros, que los jóvenes mexicanos le abran entusiastas su corazón y que, a quienes ya creemos, nos madure en la fe. Felicidades por ser jóvenes que agradecen y viven el Don de la Fe. Muchas gracias.

Fuente/Autor: + Francisco Moreno Barrón, Obispo Auxiliar de Morelia, Mich.

Comments are closed.