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San Carlos y la Eucaristía

27 de enero de 2020

La primera característica que es posible detectar es esa constante que siempre repite en sus sermones sobre la Eucaristía, es la que podríamos definir un ” asombro admirado “. Parece que San Carlos es una persona que no logra darse cuenta del porque Dios optó esta forma de presencia, aún después de muchos años de cotidianas contemplación y adoración del misterio. Sabemos que esto es típico de los grandes santos: más se aplican en la profundización de uno u otro misterio de nuestro Dios, mas captan la inmensidad ilimitada, los espacios sin fronteras en los que se mueven: es la experiencia de quien camina de asombro en asombro, sin nunca darse cuenta de la fuente de su gozo y sin acabar de desear aun más.

“El misterio de la institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, a través del cual el Señor se entregó como alimento a las almas fieles, es así sublime y elevado que supera toda comprensión humana… Cuando medito por mí solo que el Hijo de Dios se donó completamente en alimento por nosotros, me parece que ya no hay lugar para distinguir (entre el comer con los dientes de la contemplación y el comer realmente el cuerpo de Dios): este misterio es totalmente para quemarse en el fuego del amor. ¿Cual motivo, si no solamente el amor, pudo impulsar al Dios tan bueno y tan grande a entregarse a esta miserable creatura que es el hombre?” (Homilía del Día de Corpus, 1583).

El mismo día, predicando durante el rezo de Completas, exclamaba:

“¿De qué tengo que maravillarme más que todo? ¿De la ingratitud del traidor o de su (Jesús) benevolencia? De esta última sin duda, porque es tu prerrogativa tener compasión y perdonar. Amaste a los hombres siempre de tal manera que con razón en otro momento dijiste: vine a traer fuego en la tierra y como quisiera que ya estuviera quemando. ¡Cuanto deseaste, cuanto te promoviste para esto, cuales medios e instrumentos destinaste para esto! Escuchen, hijos, cuantos fueran. Ante todo Dios creó al hombre de la nada y lo moldeó a su imagen y semejanza; lo colocó en un paraíso de delicias…”.

Y en el V Sermón Familiar dirigido a las Angélicas, exclama:

“¡Hermanas! ¡Qué tesoro nos ha donado el Señor Dios! ¡Qué benevolencia, que amor demuestra a sus creaturas! Es algo incomprensible, que supera la capacidad humana”.

Lógicamente, ante esta pregunta, San Carlos trata de responder mirando a otro polo de este misterio inexplicable: el hombre. Sin embargo aquí también no encuentra justificación meritoria para con el amor de Dios. ¿Qué puede tener el hombre para atraer las solicitudes y las atenciones de Dios?

“¿Qué voz o que lengua podrá mencionar los dones que traes a tus fieles, o Cristo Rey, en este sagrado Convite? Estamos todos obligados a exclamar con el Rey y Profeta David: ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él y para que lo cuides? ¿Qué es, qué es el hombre, oh buen Dios? Nada, antes de la creación; una mezcla de barro cuando lo creaste, un alma creada y surgida de tu semejanza. Pero, cuánto más vivía en una situación de gran dignidad, tanto más manchó su alma de pecados”. (Homilía al pueblo de Cannobio, 16 Junio 1583).

El hombre no encuentra dificultad en ponerse frente a su propia indignidad; conociendo a si mismo y al marco de referencia al cual se compara, resulta evidente la pequeñez del hombre, y con razón puede exclamar:

“¡Aquí me tienes! ¡Yo, impuro, vil creatura mil veces caída en el pecado, me acerco para alimentarme de tal Persona a la cual tanto debo y que tanto me amó hasta el punto de dar su vida por mí y aceptar la muerte para entregarse como mi manjar! Yo, desagradecido y traidor, me acerco para comer este Pan”. (II Domingo de Pentecostes; 12 Junio 1583).

Es la conciencia de ser un “vermiculus” (gusanito), un ser verdaderamente de poco valor, que no puede exigir por sus méritos o por su dignidad de poder atraer las miradas de su Dios. Esto recuerda, como el incesante fluir y refluir de las olas del mar contra las rocas, el primer sentimiento: ¿Qué puede haber encontrado Dios en nosotros? Estupor y admiración frente a la Eucaristía.
Este sentimiento sigue creciendo aún más en la contemplación de lo que puede haberle costado a nuestro Dios el amor para con este “vermiculus”. San Carlos muy fácilmente cae en la contemplación de la Pasión del Señor toda vez que trata este tema. ¡Nosotros fuimos comprado a muy alto precio! Se capta aquí una actitud prevalentemente devocional del Santo; no olvidemos que el es hijo de su tiempo. Sin embargo, y lo veremos, no es la única perspectiva. Ablandado por la visión de la Eucaristía como Cena Pascual, su volver a los sufrimientos de Cristo nos hace aún más concientes del gran don que El nos ha dejado entregándose a Sí Mismo como manjar.
San Carlos queda impactado de manera particular desde el momento de la institución de la Eucaristía: “En la noche en la cual fue traicionado”. La certeza que Cristo tiene de ir al encuentro de su muerte piensa lo debería haber disuadido de sus propósitos. Al contrario El no tomó en cuenta los padecimientos.

“¡Oh, Cristianos! ¡Qué violencia contienen las primeras palabras: en la noche en la cual fue traicionado! En ella, cuántos engaños se le tendían por ese su discípulo que había sido amablemente favorecido. En ella el pueblo le preparaba innumerables insultos, vituperios, tormentos y la misma muerte tan ignominiosa y cruel. En eso, en el mismo momento en que se conspiraban esas cosas contra él, Cristo “que conoce el corazón y la mente” de los hombres y lo ve todo de forma preclara, en ese mismo instante, en esa hora, estaba preparando para los hombres pecadores y hostiles, beneficios impensables; nos daba a nosotros enfermos una maravillosa medicina; nos proveía a nosotros hambrientos un agradable manjar. ¡Hombre! ¡Mira cómo canjeó la injurias, con cuales beneficios cambió las maldades! La meditación de esta hora debería encenderte del amor de Dios e impulsarte a amar a aquel que llegó con su amor a ti que lo traicionas. ¡Maravillosa profundidad del amor!” (Completas del Corpus, 1583).

Las imágenes del sufrimiento de Cristo están tan marcadas en su mente que dirigiéndose a María que encuentra a Jesús perdido en el templo, la alienta por lo que le espera con palabras tan ardientes que parece que él mismo participe plenamente del sufrimiento de la Madre de su Señor. A ella que afirma no poder ya vivir si le tocara otra pena, como la sufrida por el extravío de su Hijo, San Carlos dice:

“¡Y bien tendrás que aguantar dolores aún mayores, Bendita Madre, y seguirás viviendo; pero la vida se te hará mil veces más amarga que la muerte! Verás a tu Hijo inocente entregado en las manos de los pecadores: estará en tan desfiguradas condiciones que te parecerá ver a una creatura deformada, y no a un hombre, porque “no tiene ni apariencia ni belleza”. Lo verás brutamente crucificado en el patíbulo de la cruz, entre ladrones; verás su costado santo traspasado por un cruel golpe de lanza; lo verás al fin derramar esa sangre que tú le diste. ¡Sin embargo no podrás morir! ¡Qué dolores, qué sufrimientos te aguardarán en esos momentos!” (Domingo en la octava de Epifanía, 8 Enero 1584).

Celebrando luego el tiempo de Cuaresma, San Carlos regresa con mayor frecuencia sobre estos temas de meditación. En la Homilía del viernes después del Tercer Domingo de Cuaresma de él brota esta exclamación:

“¡Memorial Santísimo! ¡Con qué vivos colores nos pintas la entera inhumana Pasión de Cristo! Con qué claridad no presentas estos misterios que ocasionan maravilla y terror a los que los meditamos… Frente a este espectáculo tan triste la creación no quedó insensible: el sol se oscureció, sobre toda la tierra se sumaron densas tinieblas, las piedras se quebrantaron, sobrevino el terremoto, se abrieron los sepulcros, los muertos resucitaron, el centurión reconoció al Hijo de Dios; los demás reconocieron al que habían crucificado y regresaron a la ciudad golpeándose el pecho”.

Sin embargo, si pensaramos que este es el único perfil en el cual San Carlos no representa la Eucaristía, nos engañaríamos rotundamente. Para él la Eucaristía no es solamente una sagrada representación de una escena altamente dramática: es un Pan que hay que comer, un banquete al cual participar; es el Cordero pascual definitivo.

“Ya se les ha dicho y se lo repito ahora: la Eucaristía fue instituida precisamente para esto: para ser alimento. Las mismas ventajas que el alimento lleva al organismo son producidas por la Eucaristía en favor del alma”. (II después de Pentecostés, 12 Junio 1583).

Lamentamos que se haya perdido la cuarta homilía que San Carlos tuvo el 1O de Julio de 1583, la que lleva por subtítulo “De Eucharistia”, porque por su inicio se puede adivinar que el tema pascual hubiera podido ser el hilo conductor de la meditación que estaba dictando a su pueblo.

“Al final de la vida, en las vísperas de su día, ya próximo a la muerte (Jesús) dio una grande cena. Con razón se dice: una cena, y además, una grande cena; se acostumbraba que la cena era más abundante que la comida… Pero, hijos míos, tratemos de comprender las causas que alentaron al Señor a instituir esta Cena; entre tantas escogeré cuatro que la Iglesia Romana resumió en el himno de Santo Thomás de Aquino. Ante todo tenía que ser un sacrificio: es indicado por la frase “La antigua Pascua se terminó”. En segundo lugar tenía que ser un memorial: esto se expresa en las palabras: “Lo que Cristo llevó a cabo en la Cena, lo mandó a hacer de nuevo”. . .”.

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