La verdadera Juventud según Juan Pablo II
Si sabéis mirar el mundo con los ojos nuevos, que os da la fe, entonces sabréis salir a su encuentro con las manos tendidas en un gesto de amor. Sabréis descubrir en él, en medio de tanta miseria y tanta injusticia, presencias insospechadas de bondad, fascinadoras perspectivas de belleza, motivos fundados de esperanza en un mañana mejor. Si dejáis que la Palabra de Dios entre en vuestro corazón y lo renueve comprenderéis que no es necesario rechazar todo lo que los adultos, y en particular vuestros padres, os han transmitido. Sólo hay que discernir con sabiduría cada cosa, para descartar lo que es caduco y conservar lo que es válido y duradero. Más aún, descubriréis cuánta gratitud debéis a los que os han precedido, porque también ellos han esperado, luchado, sufrido. Y todo esto lo han hecho por vosotros. Ésta es, en efecto, la verdad: las jóvenes generaciones de ayer, las de vuestros padres y vuestros abuelos, afrontaron fatigas, dolores, renuncias por vosotros, con la esperanza de que se os ahorrasen las pruebas que se abatieron sobre ellos. Quizá no han conseguido transmitirnos la mejor parte de sí. Pero, si abrís los ojos, descubriréis el amor que ha inspirado sus intentos y podréis reconocer en el pasado una fuerza más que un peso: una propuesta y una posibilidad más que un condicionamiento.
Si sabéis responder a la llamada de Dios descubriréis -y muchos de vosotros sin duda lo han hecho- que la verdadera juventud es la que da Dios mismo. No la de la edad, anotada en el registro oficial, sino la que desborda de un corazón renovado por Dios. Descubriréis que el más joven puede ponerse al lado del mayor que él y entablar un diálogo dando y recibiendo algo con enriquecimiento recíproco y alegría siempre nueva.
Descubriréis que el más pobre, el más probado en el propio cuerpo, el más desprovisto humana y socialmente, puede ser en realidad el primero en el reino de los cielos, puede ser aquél o aquella de cuya mediación se sirve Dios para traer la salvación al mundo. Descubriréis que un enfermo, un moribundo puede unir su vida a la de Cristo y contribuir a cambiar el curso de las cosas lo mismo que el más fuerte y el más sabio. Descubriréis dónde está la verdadera fuerza que puede transformar el mundo.
La verdadera fuerza está en Cristo, el Redentor del mundo. Este es el punto central de todo el discurso. Y éste es el momento de plantear la pregunta crucial: Este Jesús que fue joven como vosotros, que vivió ejemplarmente en una familia y conoció a fondo el mundo de los hombres, ¿quién es para vosotros? ¿Es sólo un hombre, un gran hombre, un reformador social? ¿Es sólo un profeta mal comprendido entre los suyos (cf. Jn. 1, 11) , y contestado en su tiempo (cf. Lc. 2, 34), y, por esto, condenado a muerte? ¿O no es, más bien, el “Hijo del hombre”, esto es, el hombre por excelencia, que en la realidad de la carne asume y resume las vicisitudes, las tribulaciones de los hombres sus hermanos, y a la vez, como “Hijo de Dios”, las rescata y redime todas? Yo sé que Cristo hombre y Dios es para vosotros el punto supremo de referencia. ¡Lo sé!.
En el pórtico de la pasión que la liturgia pascual va a conmemorar, sentimos resonar precisamente en el Evangelio de hoy, entre las líneas de una cínica trama, la arcana palabra de Caifás que pensaba sacrificar al inocente “para que no perezca la nación entera. Esto -observa el Evangelista psicólogo- no lo dijo por propio impulso, sino que… habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn. 11, 50-51)
Esta profecía, queridos jóvenes, se ha cumplido. Cristo murió por los hombres, por los hombres de todas las generaciones que se suceden en la faz de la tierra. Cristo murió y con su muerte ha reunido, hermanándolos, a los hijos de Dios. La redención humana es obra suya: la unidad de los hombres es obra suya; y una y otra tienen un valor universal y duran para siempre, porque se alimentan en la inagotable virtud de su resurrección.
Es esencial, pues, creer en Cristo hombre y Dios: en Cristo muerto y resucitado; en Cristo redentor y que recapitula toda la humanidad. Si es viva e inquebrantable vuestra adhesión a Él, os resultará más fácil resolver los problemas -pequeños y grandes- que se presentan en nuestra vida, tanto de individuos como de representantes de la nueva generación. En toda circunstancia de la vida jamás olvidéis que Dios amó tanto al mundo que dio su Hijo unigénito para nosotros (cf. Jn. 3, 16). Buscad en vuestra fe las razones de esperar y el modelo de reaccionar, que es propio de los discípulos de Cristo.
Vigorizad, pues, vuestra fe; revividla si es débil. ¡Abrid las puertas a Cristo! Abrid vuestros corazones a Cristo, acogedlo como compañero guía de vuestro camino.
En su nombre, estaréis en disposición de preparar un porvenir más sereno, más humano para vosotros y para vuestros hermanos. Está en vosotros, sobre todo en vosotros, consagrarle el tercer milenio, que ya se perfila en el horizonte humano.
Amadísimos jóvenes de lengua española: Vuestra presencia en Roma durante estos días del Jubileo, ha sido una abierta profesión de fe en Cristo: Él no es solamente un gran hombre o un reformador social. Es el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros. Él es el Redentor del hombre, que con su muerte ha redimido a todos haciéndolos hijos de Dios. Avivad vuestra fe en Cristo, queridos jóvenes, y sacad de Él inspiración para vuestra vida. El mundo ofrece tantos ejemplos de mal, de injusticia, de opresión del hombre, de muerte y amenazas de catástrofes. Vosotros debéis denunciar el mal, pero sobre todo debéis vivir el bien; debéis denunciar la cultura de muerte que aflige al mundo con la eliminación de tantos seres aún no nacidos, con la guerra, con la marginación de los inhábiles y ancianos. Frente a todo ello, elegid la vida, y no sucumbáis a la cultura de muerte que es también la droga, el terrorismo, el erotismo y otras formas de vicio. Pedid vuestro puesto en la sociedad, pero sabed colaborar con las generaciones pasadas, que lucharon como vosotros y por vosotros. En una palabra: Abrid el corazón a Cristo. Y con la fe y amor a Él, hacedle vuestro compañero de viaje, trabajando para que el próximo milenio sea más pacífico, más justo, más moral y solidario.
Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984
Fuente/Autor: juan Pablo II