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Mundo Misionero Migrante

La esperanza se llama El Sásabe

27 de enero de 2020

ALTAR, Sonora, México.

Llegó la hora. Un grupo que trata de ser discreto atraviesa rápidamente la plaza central de Altar. Llevan pequeñas mochilas, algunas bolsitas de plástico con latas de alimentos y botellas. Y cada uno, al menos un galón de agua.

Consejos básicos

Aunque la primera recomendación es no cruzar por el desierto, la Cruz Roja Mexicana tiene una lista de recomendaciones para quienes deciden tomar esta ruta. Algunas son:

* Llevar agua suficiente, sal, limones, ajo, cerillos y alimentos enlatados o empaquetados.

* Cubrirse el cuerpo con ropa aunque haga calor, ya que esto protege de las quemaduras del sol.

* Los mareos, dolor de cabeza y sed excesiva son signo de deshidratación; se debe tomar un suero oral o agua con sal y limón.

* Utilizar calzado cerrado para evitar picaduras, calambres y cansancio excesivo.

* En caso de perderse, encender una fogata con mucho humo para facilitar la localización.

* Revisar cuidadosamente el lugar de descanso y mover piedras, palos y matorrales para evitar serpientes, arañas o alacranes. El ajo untado en el cuerpo, la ropa y los zapatos aleja a los animales.

* En caso de sufrir una picadura o mordedura buscar ayuda inmediatamente.

Hoy por la noche estarán cruzando el desierto.

Arribarán a la frontera entre Sonora y Arizona —le dicen “la línea”— en viejas camionetas tipo van. En dos horas recorrerán el camino de terracería que separa el pueblo de Altar de la comunidad que se llama El Sásabe del lado mexicano, y simplemente Sasabe del estadounidense. La esperanza es llegar al segundo y, a partir de ahí, iniciar los tres días de camino hacia un punto seguro: Phoenix, la capital de Arizona.

Es en Altar donde se dan cita los migrantes, los coyotes y quienes lucran con ambos. Al subir a la camioneta a El Sásabe, la mayoría de los migrantes tendrá apalabrado a un coyote. En ocasiones, él mismo los acompañará; en otras, los esperará cerca de la línea. En esos casos el conductor estará sobre aviso y sólo esperará instrucciones para recoger al grupo y dejarlo en El Sásabe.

En un extremo de la plaza se alinean las camionetas, esperando su carga. Algunas traen escrita la ruta en la ventana con pintura blanca: “Altar-Sásabe”. El costo del recorrido: cien pesos por persona, 10 dólares, y el cupo de cada camioneta es de entre 20 y 25 personas, aunque a veces caben 30. Esto se logra quitando los asientos y sustituyéndolos por cuatro filas de tablones en los que los migrantes se sientan apilados .

Unos suben a la camioneta desde la plaza. Otros esperan en “casas de huéspedes”, cuartitos de cemento y tabique que surgen en medio de una polvareda en las afueras del pueblo. La camioneta se va llenando; cuando ya están presentes todos los “encargos”, el conductor emprende la ruta hacia El Sásabe.

Hoy es un día ligero: sólo 18 personas van en esta camioneta que, además, conserva los asientos originales, un poco destartalados. Todos son hombres; al menos uno es menor de edad. “Ahorita está flojo, yo creo que por el calor y porque hay mucha migra”, explica Adrián, el chofer de la camioneta, que inicia el viaje a una velocidad excesiva, sobre un camino de piedras y hoyos.

El vapor dentro del vehículo se mezcla con el polvo que llega de afuera. En lugar de cristal, las ventanas tienen unas placas de plástico transparente que vibran con un ruido de matraca incesante. Una nube de arenilla sigue a la camioneta durante todo el recorrido. Aunque se conocen entre sí, los hombres no hablan, a veces hasta dormitan. Como si no estuviesen sudando, dando de brincos y tumbos sobre el camino que se adentra inexorablemente en el desierto.

Historias

Éste es el recorrido que hacen todas las camionetas, todos los días. Y cada una lleva sus historias únicas. Por aquí ha pasado Víctor, originario de San Juan Chamula, Chiapas. Su viaje es de los más largos: va hasta Alaska, en donde lo espera su primo y un empleo que le permitirá enviar dinero a su familia.

A sus 20 años Víctor sólo ha trabajado en el campo cultivando flores, pero “ahorita ya no hay trabajo”. Aunque sabe que Alaska está lejos, dice que no le da miedo ir hasta allá. Que ya no había manera de quedarse en el pueblo.

—No es que aquí uno no coma, bien come uno, pero hay otras necesidades para salir adelante. Si uno tuviera dinero, no se iría de allá.

—¿Qué dijo tu mamá?

—Dijo: “Está bueno”, sólo que me encomendaba a las manos de Dios. Yo le dije que no se preocupara, si en el camino pasaba algo, pues ya pa’dónde. Uno, mejor luchar que robar.

Por aquí ha pasado también Laura y su historia. Ella tiene 21 años y cuatro meses de embarazo. Viaja acompañada de un par de hombres que dicen ser sus vecinos. Nadie la espera del otro lado, no sabe adónde va a llegar, a que ciudad, a qué estado. Trabajaba en una tortillería en Oaxaca, donde ganaba cinco dólares a la semana. Ahora desea llegar a Estados Unidos para ganar más, juntar un dinerito “donde sea que haya trabajo, lavando ropa, en el aseo de la casa, en una paletería”.

—¿Por qué decidiste irte ahora que estás embarazada?

—Porque quiero lo mejor para mi bebé.

—¿Sabes que es peligroso caminar tanto tiempo? ¿Sabes cuánto tienes que caminar?

—Me dijeron que tres noches. Voy a hacer el intento, tratar de no quedarme en el camino.

—¿No te da miedo?

—A veces me agüito; sí me da miedo, por el bebé. Por mí, como sea, pero el bebé es lo importante.

—¿Y vale la pena el riesgo?

—Sí, para vivir bien. Lo que no quiero es que venga nomás así, sin que yo tenga algo.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Estados Unidos?

—Lo que necesite para juntar dinero. Quiero regresarme a construir una casa amplia, con un terreno. A ver si es rápido, no vaya a ser que el bebé crezca y luego ya no se quiera ir.

Los ojos de Laura brillan de ilusión cuando habla de su hijo. Si es niño se llamará David Alejandro; si es niña, Sheila Isabel. Lejos quedan las recomendaciones del médico de Altar de que las embarazadas no crucen por el desierto: “Caminan y caminan hasta que empiezan con un sangradito”, advirtió. “Las que regresan, llegan con amenaza de aborto”.

Entre los que viajan hoy viene un grupo originario de Puebla. Sus condiciones son mejores que las de otros. Tomaron un avión a Hermosillo, la capital de Sonora, y de ahí viajaron a Altar. Los familiares en Nueva York —algunos le dicen “Puebla-York”— ya están bien instalados allá: mandaron el dinero para el transporte, amarraron el coyote y los esperan para pagarle.

Escalas

Al entrar en la carretera de tierra, tres cruces —una para los niños, otra para las mujeres y otra para los hombres muertos en el desierto— lanzan a los viajeros de la camioneta un recordatorio de lo que puede pasar. Ninguno de ellos parece haberlas visto.

El camino está lleno de pequeños altares que aparecen aquí y allá. También algunas cruces, como las que se ponen en el sitio en el que alguien murió. El altar más grande del camino está dedicado a la Virgen de Guadalupe y a San Judas Tadeo. Rodeado por decenas de veladoras, es una escala obligada para quienes van rumbo a El Sásabe.

Un hombre se baja del vehículo y se acerca con devoción; se inclina, hace una oración, cierra los ojos. Cuando los abre, con solemnidad toca la imagen religiosa y lleva la mano al corazón antes de persignarse. Hasta Adrián, el chofer de la camioneta, discretamente hace su plegaria cuando no lo ven los demás.

Allá en un rincón, debajo de un mezquite, hay un altar más pequeño: es el altar a la imagen de la Santa Muerte, una figura que en los últimos años ha cobrado popularidad en México —se alega que concede favores relacionados con el amor y con la protección— y que no es reconocida por la Iglesia Católica.

“A ésta también vienen y le hacen encargos”, explica Adrián. “Vienen y le dejan cervezas, cigarros, un carrujo de mariguana, bolsitas de cocaína. Ya se imaginará quiénes son los que pasan por aquí”.

Con la incursión de los migrantes por las zonas desérticas en los últimos 10 años, los grupos que se dedican al narcotráfico los ven compartiendo algunas de sus rutas. Ellos cuentan con gatilleros que asaltan e intimidan a los migrantes, para obligarlos a buscar otros caminos. Pero hasta ahora, la de El Sásabe es una ruta compartida.

La camioneta sigue su viaje. Una hora después, otra escala. Un retén del Grupo Beta, la agrupación del gobierno mexicano que ofrece atención a los migrantes, la detiene. El agente abre la puerta, echa un vistazo y, tras identificar a los periodistas que no es común ver por la zona, se concentra en el resto del grupo.

El hombre tiene experiencia; de una ojeada puede adivinar el origen de los que están ahí. “¿Tú eres del Estado [de México] o del D.F.?”, pregunta a uno, que resulta ser de la capital. “¿Y tú?”, le dice a otro. “De Oaxaca”, responde el aludido. Muchos inmigrantes centroamericanos que entraron indocumentados en México van preparados para responder que son de un estado del sureste mexicano, por temor a ser deportados.

El agente Beta tiene sus sospechas. “¿De qué municipio eres?”, cuestiona al mismo hombre. La respuesta lo deja satisfecho y, a gritos, da recomendaciones generales al grupo: el camino que van a iniciar es muy peligroso; ésta es una mala época para cruzar por el calor. Si aun así van a cruzar y los agarra la migra, no deben correr, porque pueden perderse.

Se va y la camioneta sigue su rumbo. El paisaje se vuelve más rocoso y el camino más difícil. La frontera ya está cerca: se nota en el ambiente dentro del vehículo. Quienes dormitaban empiezan a despertar, parpadean nerviosos, están alertas. No han dicho una palabra durante todo el trayecto, pero ahora su silencio se siente en el aire.

La última escala es el sitio llamado La Ladrillera, una zona que se interna en el desierto 15 minutos antes de llegar a la frontera. Ahí bajan cinco hombres que, junto con otros que los esperan, aguardarán la noche para empezar a caminar. Este camino es menos vigilado por la migra, pero más frecuentado por asaltantes. Los hombres que deciden tomar la ruta de La ladrillera saben que van a un asalto casi seguro, pero confían en que después de quitarles el dinero, los asaltantes les dejen continuar.

Finalmente: El Sásabe. Allá, al fondo, sobre el alambre de púas, ondea la bandera estadounidense. Ahora habrá que encontrarse con el coyote que ya espera en algún punto; esperar a que oscurezca, recorrer la línea hasta encontrar la vereda que parezca más segura. Recordar que van encomendados, que la familia espera, que es sólo por un tiempo, que siempre es mejor luchar que robar.

Fuente/Autor: Eileen Truax/La Opinión

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