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La crisis de la modernidad

27 de enero de 2020

La idea de que los valores son una creación individual se remonta a muchos años atrás. De los años sesenta a los ochenta, esta corriente ideológica se infiltró en el sistema educativo americano hasta llegar a ser el modelo más popular.

En las escuelas, más que enseñarse a los alumnos a reconocer los verdaderos valores y a ponerlos en práctica, se les instaba a esclarecer sus propios valores sin hacer mucho caso de la realidad objetiva. Se exigía a los profesores, además, que propiciaran una mentalidad abierta en los alumnos, dejando de lado los prejuicios y las imposiciones cuando se trataba de valores. Se aplicó esta técnica por igual al hablar de la ética sexual, del respeto a los propios padres y a la autoridad, del uso de drogas, del aborto, de la eutanasia y de otras cuestiones de la vida humana. Los efectos han sido tan vastos y asoladores que muchos ya no logran distinguir sencillamente entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. Como ha dicho recientemente el escritor francés André Frossard: La primera premisa de la modernidad es que no hay valores, ningún valor en absoluto; sólo hay opciones y opiniones. Esto equivale a decir que se ha perdido el sentido de la objetividad de los valores, para fijarse sólo en los valores que cada uno se cocina por su cuenta.

Imagínate al profesor de química explicando tranquilamente en clase: La sal común se designa con la fórmula NaCl porque generalmente se cree que está compuesta de sodio y cloro. Por supuesto, si alguno de ustedes no está de acuerdo, puede proponer cualquier otra combinación de elementos y tendremos en cuenta su opinión con el mismo respeto y consideración que la opinión de la mayoría. Esta escena, por supuesto, es impensable. En la educación actual existe una firme convicción de que las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias verificables empíricamente pertenecen al dominio del saber, de la certeza; mientras que la religión, la ética, la metafísica y otras disciplinas similares pertenecen al dominio de la opinión y de las inclinaciones personales. De acuerdo con esta mentalidad, los valores no tienen nada que ver con la realidad objetiva, sino que dependen de lo que cada uno acepta o elige creer. Esto equivale a decir, en resumidas cuentas, que no existe ningún valor absoluto para el hombre.

Aunque la sociedad moderna quiere proclamarse totalmente imparcial ante los valores, existen, con todo, al menos dos valores que suelen presentarse como absolutos: el valor de la tolerancia y el valor del pluralismo.

¿Tolerancia auténtica, o un sucedáneo barato?
¿Pluralidad o pluralismo?
¿Libertad o anarquía?

¿Tolerancia auténtica, o un sucedáneo barato?

La tolerancia, es decir, el respeto incondicional a los demás y a sus ideas, se promueve como el bien supremo e inequívoco. La tolerancia es, sin duda, un gran bien, pero no es el único bien. La tragedia empieza cuando se llama tolerancia a lo que no es más que indiferencia o escepticismo.

La indiferencia consiste en no preocuparse, ni siquiera interesarse, por los demás. Cada uno puede pensar lo que quiera, con tal de que no perjudique a nadie, especialmente a mí. Esta actitud se ve reflejada, por ejemplo, en el famoso No te metas en lo que no te importa.. ¿Alguno consideraría intolerancia desear que todo el mundo goce de buena salud o sea bien educado aunque esto implique intolerancia contra la enfermedad y la mala educación? La verdadera tolerancia de ninguna manera implica indiferencia en relación con nuestro prójimo.

El escepticismo, por otra parte, consiste en dudar de la existencia de la verdad o, al menos, de nuestra capacidad para encontrarla. Relega los valores personales al ámbito de la opinión, que se contrapone al de los hechos. Los hechos se pueden mostrar; las opiniones son una cuestión personal y es mejor reservarlas para uno mismo.

La confusión se origina en gran parte por no distinguir entre el respeto a alguien y el respeto a las ideas de alguien. No son lo mismo: Las ideas tienen que ganarse el respeto; las personas ya se lo merecen, por su dignidad propia. No necesitas probarme tu valía para merecer mi amor y respeto. Pero, ¿y las ideas? Las hay de todos tamaños, colores y sabores; verdaderas y falsas; ridículas y serias, brillantes y aburridas. Te respeto y defiendo tu derecho a seguir tu conciencia, pero no dudaré en sopesar tus ideas para escudriñar su propio valor. Algunas serán aceptables; otras quizá tendrán que ser rechazadas.

La auténtica tolerancia no exige que abandonemos nuestras convicciones, sino que respetemos la inviolabilidad de la conciencia ajena y su derecho a seguir sus creencias. Implica también reconocer como intrínsecamente malo el uso de la fuerza para cambiar el modo de pensar de alguno, aunque estemos ciertos de que está equivocado.

Ahora bien, no es correcto el decir que las teorías verdaderas son toleradas; se aceptan, más bien, porque son razonables, por su propio peso. Los errores, en cambio, algunas veces son tolerados en vista de un bien mayor: por ejemplo, el respeto hacia una persona. Esta es la esencia de la genuina tolerancia. Con respeto, pero con decisión, debemos esforzarnos por guiar a los demás hacia una existencia cada vez más plena, mostrándoles el camino que lleva a los valores superiores.

El considerar la tolerancia como valor absoluto conlleva finalmente un serio problema: no se puede tolerar cualquier cosa. No toleramos la viruela, ni el abuso de menores, ni la contaminación de aceite en los mares, ni otros muchos males que aquejan a la sociedad.

George Bernard Shaw escribió: Podemos hablar de tolerancia como queramos, pero la sociedad siempre tendrá que trazar en alguna parte una línea divisoria entre la conducta aceptable y la locura o el crimen.

¿Pluralidad o pluralismo?

Juntamente con la tolerancia, la sociedad contemporánea promueve el valor del pluralismo. El pluralismo se puede entender de dos maneras. Uno es el reconocimiento objetivo de que existe la diversidad. El otro considera que se ha de buscar como ideal una creciente diversidad.

De acuerdo con el primer significado, el pluralismo es un simple reconocimiento de que la pluralidad existe y que, por tanto, se han de tomar en cuenta los diversos modos de pensar y de comportarse. Las personas que son diferentes tienen necesidades diferentes; hemos de tomar en consideración las necesidades particulares de todos y no sólo las de aquéllos que son como nosotros.

La otra forma de pluralismo parece más bien una ideología. Esta ideología sostiene que para que haya una sociedad perfecta o ideal es necesario construirla sobre la variedad más amplia posible de valores. La variedad es buena. La uniformidad es mala.

A primera vista esta postura parece plausible y los argumentos de los expositores convincentes. Después de todo, ¿no le da la variedad sabor a la vida? La variedad de los valores, dirán, añade a la belleza de la sociedad lo que la diversidad de las flores añade a la belleza de un jardín o la variedad de los instrumentos a la belleza de una orquesta. Sin embargo, nos topamos con dos dificultades. Ante todo, ¿es la variedad un bien absoluto? Parecería, más bien, que es buena en la medida en que complementa y perfecciona el todo. En el caso del jardín, es verdad que el añadir diversas especies de flores aumenta la belleza y la armonía del conjunto, pero sólo porque cada una de ellas es bella en sí misma.

¿Qué pasaría si dispersásemos latas de cerveza, bolsas de plástico y cáscaras de naranja en medio de las flores? La variedad aumentaría, pero se destruiría la belleza. De modo similar, un valor humano completa y perfecciona nuestra naturaleza y contribuye a la armonía de la persona. La variedad es buena solamente cuando los elementos individuales que la componen son buenos.

Ningún organismo puede constituirse de pura diversidad. La unidad fortalece, la división debilita. Los padres fundadores de los Estados Unidos escogieron como lema De todos, uno. Esta elección manifiesta la diversidad de los orígenes y de las culturas del nuevo pueblo. Al mismo tiempo, podemos percibir el proceso claramente unidireccional: no de homogeneización, sino de unificación. Muchos individuos, de muy diversos antecedentes sociológicos y culturales, se juntan para conformar una nación basada en ciertos valores comunes. Aquí no hay traza de ese moderno multiculturismo que quiere acentuar las diferencias. Se ve, más bien, el deseo de formar una unidad, enriquecida con la natural diversidad de sus miembros.

La fuerza de toda asociación, nación o sociedad puede medirse pro la unidad fundamental de sus propósitos y de sus ideales. El conocido adagio romano divide y vencerás, que sintetiza una estrategia militar altamente efectiva, nos da la clave para prever los posibles efectos cuando se busca deliberadamente la división interna. Como enseña la experiencia pensemos en Bosnia y Rwanda; el acentuar las diferencias obtiene muy pocos frutos, aparte de conflictos, odio y guerra.

La segunda falacia de este argumento es la suposición de que toda uniformidad es mala. Yo diría, más bien, que el conformismo y el inconformismo son siempre parámetros insuficientes para actuar, mientras que la uniformidad puede ser buena o mala dependiendo de otros factores.

El conformista y el que se opone obstinadamente a todo no son contrarios, aunque lo parezcan. En realidad sólo cantan dos versiones de la misma pieza. Su mayor defecto es que asumen la conducta de los demás como criterio para sus acciones, en lugar de apelar a sus propios principios. El conformista es un imitador de la conducta ajena. El opositor obstinado observa el proceder de los demás y actúa, como por reflejo, de modo diverso. En realidad, estos dos comportamientos demuestran inseguridad y excesiva dependencia de los demás. El conformista y el opositor dejan su libertad personal en manos de la moda, de la opinión pública, de lo que es socialmente aceptable, en lugar de tomar decisiones basadas en sus propias convicciones.

La uniformidad, en cambio, resulta natural y buena si lo que todos escogen es un valor en sí mismo. Si nadie copia en el examen de biología, y Carlitos tampoco, no quiere decir que él sea un borrego o una víctima de la presión ambiental. Él es honesto porque la honestidad es un valor en sí mismo. Su decisión es independiente de lo que hagan los demás.

Si todos fuésemos leales, rectos y trabajadores, tendríamos más uniformidad, y no por eso la sociedad se tornaría insípida o aburrida. La uniformidad o la mismeidad es secundaria.

¿Libertad o anarquía?

Surge incluso un problema aún mayor y de más graves consecuencias cuando se cree que los valores son puramente subjetivos. Si afirmamos que no existe ningún bien para el hombre fuera de sus deseos personales e individuales, estamos preparando el pedestal para la anarquía. La sociedad propondrá la tolerancia como principio, pero siempre habrá quién verá las cosas de otro modo. Puesto que los valores no se pueden imponer, el intolerante tendrá el mismo derecho a su postura como el tolerante. Y lo mismo cabe decir del antisemita, del distribuidor de droga y del asesino. Si no existen valores objetivos y absolutos que sirvan de referencia, cada uno jugará con sus propias reglas.

Alguno dirá: Sí, es verdad, pero allí es donde interviene la ley. La ley nos protege del fanatismo, preserva el bien común y mantiene el orden social. Es cierto; las leyes son útiles, incluso necesarias, pero ellas mismas deben apelar a los valores universales como la justicia, la imparcialidad, el orden social, el bien común. La ley no es una mera convención; se apoya en valores objetivos y en los derechos universales.

Si no hay valores absolutos, la ley pierde todo su fundamento; no hay parámetros para evaluar los actos de los políticos, de los criminales, de los dictadores; ni siquiera para evaluar las mismas leyes particulares. La ley no será más que un valor arbitrario más, respaldado por la fuerza. Siempre ha sido verdad que quien está en el poder puede realizar su voluntad y dominar a quien no esté de acuerdo con él. Pero éste es el código de los salvajes. Pensemos en las atrocidades cometidas en Francia después de la Revolución, bajo el reinado del terror. Robespierre presumía de encarnar la voluntad general y amparado en este título no vaciló en masacrar a sus opositores.

Un grupo de personas o una ley pueden estar equivocados lo mismo que un individuo. Una determinada sociedad puede votar a favor de la esclavitud o del aborto o del exterminio de parte de su población. Hitler fue elegido democráticamente, pero la legalidad no garantiza la legitimidad moral o el valor de estas acciones. Cuando se cree que el derecho no es más que el capricho de cada hombre, es lógico que impere la ley del más fuerte. Por eso, para que la ley pueda de verdad promover el bien común, tiene que apoyarse sobre el fundamento sólido de valores objetivos.

Fuente/Autor: Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme // Thomas Williams

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