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Jóvenes homosexuales quieren ser sacerdotes

27 de enero de 2020

Con renovada frecuencia, los defensores oficiales de los derechos humanos y de la libertad —los que no digan lo mismo que ellos son unos homófobos amigos de la esclavitud— se levantan contra la Iglesia por su enseñanza sobre la moral sexual.

Recientemente se ha publicado en España toda una serie de artículos en periódicos y revistas relativos a dos cuestiones de esta índole: la exclusión de la ordenación sacerdotales de los candidatos con tendencias homosexuales profundamente arraigadas, y por la miseria del tercer mundo supuestamente debida a la prohibición del uso del preservativo.

Respecto al tema de la prohibición del acceso a las órdenes sagradas por parte de los homosexuales, conviene recordar que el sacerdocio cristiano no es un derecho, como el derecho de alimentos o el derecho a la vivienda, sino una vocación (que literalmente significa llamada) para un servicio específico a los demás.

Los cristianos sabemos que se trata de una llamada del mismo Dios.
Y Dios además de hablarnos en el silencio de la oración y por medio de tantas otras cosas, nos habla también por medio de la Iglesia que Él mismo fundó, y cuyo gobierno confió a Pedro y a los obispos en comunión con él. Y precisamente es el Papa quien ha escrito y firmado el documento de marras.

Por lo tanto, como la vocación sacerdotal es un don de la gracia divina, recibido a través de la Iglesia, en la Iglesia y para el servicio de la Iglesia, a nadie le puede extrañar que sea la Iglesia misma quien determine las condiciones para ser sacerdote.

Por otra parte, puestos en un nivel argumental un poco más vulgar, también me parece razonable pensar que una persona con tendencias homosexuales profundamente arraigadas, metido en un seminario todo lleno de hombres, podría sufrir tanto como yo si me fuera a convivir intensamente a un noviciado de chicas jóvenes sin poder ligar con ellas.

Por otra parte, para ser un buen cristiano no hace falta ser sacerdote. Aunque no creo que los que se escandalizan por esta limitación de los homosexuales, lo hagan movidos por un ardiente deseo de santidad, sino más bien para meter el dedo en el ojo a la Iglesia (ahora toca esto, y otro día será por otra cosa). Para ser santo lo que hay que hacer es amar a Dios y al prójimo, y para eso, todos estamos capacitados, incluidos las personas con tendencias homosexuales. Lo único que tanto ellos como los demás, tenemos que sacrificarnos un poco cuando las pasiones intenten salirse de madre, porque si siempre diéramos rienda suelta a lo que nos pide el cuerpo, viviríamos como las bestias.

Respecto a lo de los preservativos y el sida, sólo quiero decir dos cosas. La primera es que está demostrado que el virus del SIDA es cincuenta veces más pequeño que los poros de la goma. Es decir, que se cuela como una pelota de tenis por el aro del baloncesto. Por eso cada vez hay más SIDA a pesar de la campaña de los preservativos. Es más, la difusión de los preservativos alimenta la promiscuidad sexual, porque si ya desde la escuela se reparten preservativos y se enseña a usarlos, lo lógico es que los chavales se animen a hacerlo ya en el mismo patio del colegio.

En cambio, en Uganda —no sé si por falta de medios o por inspiración cristiana— después de la campaña pureza hasta el matrimonio, y matrimonio fiel hasta la muerte-, han reducido el SIDA en un 50%.

De todas maneras, y esta es la segunda idea, es falso que las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia provoquen en el Tercer Mundo una auténtica miseria por no poder usar el preservativo.
«La miseria se produce por la quiebra de la moral, que antes ordenaba la vida en las organizaciones tribales y en la comunidad de los cristianos creyentes, excluyendo de ese modo la enorme miseria que contemplamos hoy. Reducir la voz de la Iglesia a la prohibición de anticonceptivos es un desorden grave basado en una visión del mundo completamente trastornada. La Iglesia predica sobre todo la santidad y la fidelidad del matrimonio. Y cuando su voz es escuchada, los hijos disponen de un espacio vital en el que pueden aprender el amor y la renuncia, la disciplina de la vida recta en medio de cualquier pobreza.
Cuando la familia funciona como ámbito de fidelidad, existe también la paciencia y respeto mutuos que constituyen el requisito previo para el uso eficaz de la planificación familiar natural. La miseria no procede de las familias grandes, sino de la procreación irresponsable y desordenada de hijos que no conocen al padre y a menudo tampoco a la madre y que, por su condición de niños de la calle, se ven obligados a sufrir la auténtica miseria de un mundo espiritualmente destruido. Por lo demás, todos sabemos que hoy la rápida propagación del sida en África está provocando justo el peligro opuesto: no la explosión demográfica, sino la extinción de tribus enteras y la despoblación de muchas regiones.

»No generan la miseria aquellos que educan a las personas para la fidelidad y el amor, para el respeto a la vida y la renuncia, sino los que nos disuaden de la moral y enjuician de manera mecánica a las personas: el preservativo parece más eficaz que la moral, pero creer que es posible sustituir la dignidad moral de la persona por condones para asegurar su libertad, supone envilecer de raíz a los seres humanos, provocando justo lo que se pretende impedir: una sociedad egoísta en la que todo el mundo puede desfogarse sin asumir responsabilidad alguna. La miseria procede de la desmoralización de la sociedad, no de su moralización, y la propaganda del preservativo es parte esencial de esa desmoralización, la expresión de una orientación que desprecia a la persona y no cree capaz de nada bueno al ser humano».

En fin, esta última respuesta no es mía, sino de uno de los más prestigiosos intelectuales de nuestro tiempo, y que ahora es el Papa Benedicto XVI

Diego Poole
Profesor Titular de Filosofía del Derecho
Universidad Rey Juan Carlos, Madrid (Spain)

Fuente/Autor: Diego Poole

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