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Experiencia de un Seminarista en Guatemala

27 de enero de 2020

Soy José Antonio Gutiérrez Castañeda, tengo 25 años y nací en Milpillas de Allende Zacatecas. Soy un seminarista de los Misioneros de San Carlos –Scalabrinianos y, actualmente, estoy en tercero de filosofía.

Provengo de una comunidad y estado que, a lo largo de las décadas, se ha caracterizado por ser una zona de alto flujo migratorio. Son miles de hombres, mujeres y familias enteras que salen de sus tierras en búsqueda de mejores oportunidades; anhelan un mejor futuro, lleno de esperanza y porvenir. Son hombres y mujeres, que sueñan con nuevos horizontes y una vida digna. Por eso, lo dejan todo y emprenden el viaje, lleno de esperanzas e incertidumbre; pues, para unos esa aventura es un éxito y para otros está llena de peligros, riesgo, llanto, tristeza, violaciones y muerte, que transforman ese sueño de prosperidad en una verdadera pesadilla.

Mi vida familiar ha estado marcada por este fenómeno migratorio; por décadas, miembros de mi familia han dejado la patria tan querida en busca de una vida más próspera y segura; han partido buscando el sueño americano. En el año 2000, mi familia tuvo que emprender ese viaje doloroso hacia Estados Unidos, patria que para mí y mis hermanos era totalmente desconocida. No obstante, para papá y mamá no ya que ellos ya habían vivido allá por unos años. Primero partieron mis papás y mis dos hermanos menores, el mayor ya tenía años viviendo en Napa Valley, California. Después, en el 2001, me llegó el turno de partir hacia esa patria desconocida y prometedora. Fue una experiencia que marcó mi vida en todos los aspectos y que me hizo sensible a esa realidad.
Mi peregrinar migratorio comenzó en el mes de marzo del año 2001, cuando dejando mi tierra y mi hogar, junto con un tío, su esposa y su hijo, nos dirigimos a la frontera norte de México. Estando en la frontera México- Estados Unidos nos dirigimos a un pequeño poblado, cuyo nombre olvidé. Allí, ya nos estaban esperando los coyotes y, una vez hechos todos los arreglos, comenzó el viaje tan temible y añorado.
El plan era llegar a Phoenix, Arizona; para lograr esa meta había que caminar unas horas por el desierto y el resto en carro. El caminar comenzó muy de mañana, pues la idea era avanzar durante la mañana lo más se pudiera y, así, evitar que el sol y la sequedad del desierto nos sofocara, al igual que huir de la patrulla fronteriza. Las primeras horas de camino fueron tranquilas, pero, después de cinco horas sin alimentos y con poca agua, el camino comenzó a hacerse tedioso y sofocante.
Las últimas dos horas me parecieron eternas y difíciles, pues nos escaseaba el líquido vital, estábamos cansados y teníamos hambre. Yo sentía que ya no podía caminar y que las fuerzas se me estaban acabando; tenía ampollas en los pies, un fuerte dolor de cabeza y fiebre. Ya desanimado por el duro caminar y, sin ganas de seguir, fui motivado por uno de los coyotes. Me decía: “Ya falta poco. ¡Los de zacatecas no se rajan! ¡Vamos, un poco más y llegamos! ¡Ánimo, mijo, no te rajes!” Entonces, respiré profundamente, me puse de pie y retomé el camino. Concluidas las dos horas de camino llegamos al tan deseado lugar, donde nos recogerían los carros que nos transportarían hacia Arizona.
Al llegar, unos se acostaron y otros se sentaron a descansar, pues esperábamos únicamente que llegaran los carros; que dieran el pitazo para correr y subirnos a los carros. Estuvimos esperando una hora, dos, tres y… toda la noche, pero no llegaron. Pasadas tres horas de espera nos comenzamos a desesperar, debido a que teníamos sed y hambre. Temíamos quedarnos en medio de la nada durante la noche, pues habíamos escuchado que esa zona era peligrosa, por el tráfico de armas, droga o personas y los ladrones.
Entrada la noche se tomó la decisión que dos personas (un migarte y un coyote) regresaran por la carretera hacia México a intentar comunicarse. El resto del grupo, junto con el segundo coyote, nos quedamos esperando. Las horas pasaban lentamente y la noche se hacía más fría y oscura. Recuerdo que tenía miedo, pues me sentía perdido en medio de la nada. Sólo sentía la compañía de Dios, que no me había dejado en el camino y estaba seguro que tampoco ahora me dejaría. La noche fue eterna, pero poco a poco dio paso a la luz del día y, con él, un golpe duro para nosotros porque migración nos descubrió y detuvo a todos.
Sentía, entonces, que el sueño de reunirme con mi familia se desvanecía y todo el esfuerzo del camino se hacía añicos. La experiencia con los agentes de migración fue buena, ya que nos dieron comida y agua, junto con un trato digno. Ya en México nos preparamos para intentar cruzar por segunda vez. Estaba a nuestro favor la experiencia de lo vivido. El segundo intento fue más agotador, pero de éxito pues al anochecer ya estábamos en Phoenix. Al día siguiente, en Los Ángeles; y, al tercer día, muy de mañana, me reuní con mi familia en Napa, California.
Adaptarme y lograr estabilidad en mi nueva realidad fue complicado y difícil, en especial por el idioma y las experiencias de discriminación –hasta de los propios paisanos. No obstante, con el paso del tiempo, conseguí trabajo y obtuve el diploma de High School e ingresé a la Universidad, entre otros logros.
En el año 2005 entré a la Congregación de los Misioneros de San Carlos –Scalabrinianos. Sin embargo, pese a que mi padre es ciudadano americano, en el mes de marzo del 2007 los de Inmigración (INS) me negaron la residencia permanente, cancelaron mi permiso de trabajo y me dieron orden de deportación. Así, fui separado abruptamente de mi familia y amigos. Aunque sabía que en julio de ese mismo año continuaría mi formación filosófica en México, la deportación fue un golpe muy duro, ya que implicaba que no vería a familiares ni amigos tan frecuentemente. Mi consuelo era ver a mis padres una vez al año, cuando vinieran a ver a mis abuelos. En cambio, transcurrían años sin ver a mis hermanos, cuñada, sobrinos, tíos y primos. Aunque sus documentos están en orden para entrar y salir del país, por razones de trabajo u otros compromisos afrontan otros impedimentos para viajar. Finalmente, de algo sí estaba seguro, a muchos de mis amigos jamás los volvería a ver.
Regresar a México fue encontrarme con un pasado bueno y alegre, al igual que un presente marcado por la separación y el dolor a causa de la migración. Además, hallé un futuro incierto, ya que me sentía extranjero en mi propia tierra. En este éxodo estoy convencido que Dios siempre estuvo a mi lado y en las horas de duro caminar su mano siempre me confortaba.

Fuente/Autor: José Antonio Gutiérrez Castañeda

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