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De Migrante a Misionero Scalabriniano

27 de enero de 2020

“Emigran las semillas sobre las alas de los vientos, emigran las plantas de continente a continente, llevadas por la corriente de las aguas, emigran los pájaros y los animales, y, más que todos, emigra el hombre.”
Beato Scalabrini

Soy José Antonio Gutiérrez Castañeda, tengo 25 años y soy seminarista de los Misioneros de San Carlos –Scalabrinianos. Actualmente estoy haciendo una experiencia misionera en la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala.

Yo soy originario de una comunidad y de un estado que, a lo largo de las décadas, se ha caracterizado por ser una zona de alto flujo migratorio. Son miles de hombres, mujeres y familias enteras que salen de sus tierras en búsqueda de mejores oportunidades; anhelan un mejor futuro, lleno de esperanza y porvenir. Son hombres y mujeres que sueñan con nuevos horizontes y una vida digna, por eso lo dejan todo y emprenden el viaje, un viaje lleno de incertidumbre y de esperanza, ya que para unos esa aventura es un éxito, pero para otros está llena de peligros, riesgo, llanto, tristeza, violaciones y muerte que transforman este sueño de prosperidad en una verdadera pesadilla.

Al cruzar a otro país, estas personas se enfrentan al obstáculo más grande y aterrador: la indiferencia, pues llegan a un país que discrimina, rechaza, abandona y desprotege, que lejos de ofrecer una vida digna, los trata con desprecio –como si no fueran seres humanos-, los humilla y los obliga a vivir en condiciones infrahumanas simplemente porque no cuentan con un documento que los identifique como parte de esa sociedad, o que los acredite como ciudadanos o residentes del país. Otros, imponiéndose a todas las peripecias y las dificultades del viaje, lograron triunfar al llegar al nuevo país –alcanzaron el sueño americano. Pese a su estatus migratorio, pues la mayoría obtuvo la residencia y, más tarde, la ciudadanía gracias a la amnistía del 86, y a base de esfuerzo, dedicación y optimismo lograron su meta y mejoraron tanto su vida como la de sus familias.

Una minoría, siendo residentes o ciudadanos del país a donde emigran y evitando los riesgos que conlleva el intentar cruzar las fronteras de manera irregular, ha logrado establecerse y brindar a su familia una opción de vida. Tal es el caso de muchos de los pobladores de Milpillas de Allende Zacatecas, incluyendo a algunos de mis familiares.

Es dentro de este marco histórico y bajo una realidad de migraciones que la mayoría de los de mi estado están obligados a vivir. No sólo se emigra a Estados Unidos, también a otros poblados o ciudades del mismo Estado u otras zonas de la República Mexicana (migración interna, desplazados).

Desde la infancia crecí dentro de esta realidad. Muchas veces vi a mis tíos, primos, amigos y conocidos partir a Estados Unidos o a otros lugares dentro de México; pero, no fue hasta que mis padres y mis dos hermanos menores migraron a Estados Unidos que sufrí las consecuencias de la migración. Sin embargo, es hasta que yo emigro, cruzo la frontera y llego a Estados Unidos, que logro comprender y vivir en carne propia el sufrimiento, el temor, la angustia y el dolor de dejar tanto a los amigos, como la familia y la patria.

Llegar a servir a la Casa del Migrante ha sido un constante recordar de mi experiencia de migración, ya que al ver los rostros cansados y adoloridos, con sueños e ilusiones de muchos migrantes, más aún, al escuchar sus vivencias e historias revivo la mía propia. Se trata de una experiencia de migración que dejó marcas en mi vida, pues lo que soy, con mis triunfos y fracasos, ha sido gracias a esa experiencia.

Tenía 16 años cuando dejé mi país y cultura, para ir a otro país con una cultura diferente. Deseaba estar con mis seres queridos por lo que emigré a Estados Unidos. Crucé el desierto en dos ocasiones: en el primer intento, después de que se nos terminaron las reservas tanto de agua como de alimentos y de haber dormido a la intemperie, fuimos detenidos y deportados. Al llegar a los Estados Unidos encontré un reto más, reto que cada migrante al llegar a un país ajeno tiene que enfrentar: establecerse y adaptarse al nuevo estilo de vida, a la nueva cultura.

Adaptarme y lograr estabilidad en mi nueva realidad fue complicado y difícil, en especial por el idioma y las experiencias de discriminación, hasta de los propios paisanos. No obstante y con el paso del tiempo, conseguí trabajo, obtuve el diploma de High School e ingresé a la Universidad, entre otros logros. Fue también en el año 2005 cuando entré a la Congregación de los Misioneros de San Carlos –Scalabrinianos. Sin embargo, pese a que mi padre es ciudadano americano, en el mes de marzo del 2007 los del Immigration and Naturalization Service me negaron la residencia permanente, cancelaron mi permiso de trabajo y me dieron orden de deportación, separándome así de mi familia y amigos. Aunque sabía que en julio de ese mismo año continuaría mi formación filosófica en México, la deportación fue un golpe muy duro, pues era consciente que ya no vería a familiares ni amigos tan frecuentemente: vería a mis padres sólo una vez al año, cuando vinieran a ver a mis abuelos; pasarán años sin que vea a mis hermanos, cuñada, sobrinos, tíos y primos, pues, aunque sus documentos están en orden para entrar y salir del país, son las razones de trabajo o los compromisos lo que les impide viajar, y finalmente, de algo sí estaba seguro, a muchos de mis amigos jamás los volvería a ver.

Regresar a México fue encontrarme con un pasado bueno y alegre, al igual que un presente marcado por la separación y el dolor a causa de la migración; además, un futuro incierto, ya que me sentía extranjero en mi propia tierra. Esa es la penosa realidad para muchos migrantes guatemaltecos que, al ser deportados, llegan a Casa del Migrante con las esperanzas desechas y un triste sabor a fracaso porque les cortaron las alas que un día les sirvieron para emprender un viaje que prometía mucho…

Son ya tres meses de estar sirviendo en Casa del Migrante, lo más difícil –que como ser humano me cuestiona y me crea frustración e impotencia- ha sido contemplar el rostro de los deportados, pues habla de dolor, desconcierto, deudas y frustración. Se trata de un futuro que sólo les brinda la posibilidad de la angustia, ya que muchos de ellos no tienen familia que resida en el país de origen, así que quedan en la desprotección; ahora, si la tienen, otras dificultades surgen como la incomunicación, la falta de dinero o de datos concretos del domicilio. Los deportados viven un océano de emociones entre ellas el miedo y el vacío. Un futuro en el que sólo se tiene la posibilidad de la desesperación y el dolor, pues, en el país del que fueron deportados tienen hijos y esposa a su cargo.

Esa es la triste y dura realidad a la que me he tenido que enfrentar en estos meses en la Casa del Migrante, realidad dolorosa, con sabor amargo para quien la sufre, que confunde y atemoriza. Es una experiencia que despersonaliza, que quita la identidad, que deja al migrante como a un don nadie, ya que le roba sus sueños, le arrebata sus derechos y su dignidad. Hablo de una realidad que siempre lo señala, pues a dondequiera que vaya está en condición de extranjero; incluso, si regresa a su propia patria, pues como afirma el cantautor Ricardo Arjona: “el suplicio de un papel lo ha convertido en fugitivo. Y no es de aquí porque su nombre no aparece en los archivos, ni es de allá porque se fue.”

A lo largo de estos años, la experiencia de haber migrado ha sido fundamental en muchos aspectos de mi vida, sobre todo en la vocación. Por esa experiencia de migración tomé el impulso para entrar con los Misioneros Scalabrinianos y, así, consagrar mi vida a Dios al servicio de los migrantes y necesitados. Mi experiencia como migrante me ha permitido identificarme con las miles de personas que, por razones diversas, han tenido que dejar casa, familia y patria. Este hecho en mi vida me ayudó a comprender el sufrimiento y el dolor de los migrantes, impulsándome a ser más sensible a su realidad.

Estos tres meses de servicio en la casa del migarte han sido de gran satisfacción, de crecimiento personal y de recibir muchas lecciones de vida de parte de los migrantes; lecciones de vida como el perseverar, aunque todo parezca sin solución y el luchar sin darse por vencido, pues sólo con perseverancia, esfuerzo y entusiasmo los sueños se hacen realidad. En este poco tiempo de servicio he logrado aprender tanto de los migrantes, sobre todo esas ganas de salir adelante, de vivir una vida que no es fácil de vivirse y de no desesperar por más oscuro que sea el caminar y por más grande que sea el obstáculo. Es paradójico el caminar que he tenido en estos meses, pues yo llegue con la idea y la actitud de dar mi servicio, mi experiencia, mi ayuda y mi comprensión y al volver atrás y revivir esos momentos caminados a lo largo de tres meses me he dado cuenta que conforme yo doy también recibo y recibo mucho más de lo que doy.

Cada día, al terminar mi jornada y al reflexionar sobre lo acaecido en cada encuentro con los migrantes recordando cada historia y vivencia, logro descubrir que la mano de Dios siempre está presente en cada momento de mi vida pues es en el rostro del migrante que Dios se hace presente, que Dios me llena de bendiciones, que Dios me da la gracia de poder servir, de poder recibir más de lo que doy y así poder vaciar la mochila de tantas cosas inútiles y llenarla de tantas vivencias, experiencias, actitudes positivas y enseñanzas que son grandes herramientas para mi caminar y mi vivir. Ya en el ocaso de la jornada y haciendo un pequeño examen de conciencia para ver en qué aspectos tengo que mejorar para brindar un servicio más caritativo, resuena siempre en mi mente esta frase: “No te digas: “Hoy he ayudado bastante”. En cambio, piensa si no podías haber hecho más, y sobre lo poco que en realidad has hecho para disminuir la mucha miseria y sufrimiento que existen en el mundo″.

Fuente/Autor: José Antonio Gutiérrez Castañeda

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