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Algo más que educación

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Ahora que tanto se habla de la educación en valores, de la violencia gratuita en nuestros centros escolares, de la falta de disciplina de la juventud, tal vez sería conveniente reflexionar sobre el origen de esos comportamientos.

Creo que la mayoría admitimos la influencia del cine y la televisión de manera innegable en nuestra sociedad. Se dice que vale más una imagen que cien palabras y si nos paramos a revisar lo que entra por esa caja llamada televisor se observa que el descaro, la impertinencia, la grosería predomina como forma de expresión. Poco a poco estas actitudes se han ido generalizando. Lo que vemos, lo que se dice, va influyendo paulatinamente, de manera que consideramos normal cierto tipo de lenguaje y lo adoptamos por mimetismo. Y si los adultos nos dejamos llevar qué no harán quienes todavía no disponen de puntos de referencia estables. Esa es la ventana educadora de la actualidad.

La sutil influencia de los medios audiovisuales podría ser campo de estudio para cualquier sociólogo. Las costumbres en los siglos que nos precedieron se mantenían durante generaciones, pero a partir del siglo XX se constató como apenas unas décadas bastaban para marcar diferencias.

Todo sufre ahora el vértigo de la velocidad. A la meditada respuesta de las antiguas misivas, le sustituye la inmediatez del e-mail o de los mensajes del móvil. A la investigación paciente y meticulosa de una biblioteca, le sucede la rápida recopilación de datos en Internet. Muchas son las ventajas, nadie lo discute, pero también muchos los inconvenientes. Por lo pronto podemos quedar bloqueados frente a tanta información, de manera que no seamos capaces de asimilar tanto en tan poco tiempo. El resultado es equivalente a una comida copiosa: un empacho, por utilizar un término más coloquial. Y la sabiduría popular recomienda que es mejor dosificar la comida que atragantarse en una sola toma diaria.

La preciada libertad de expresión debería de tener límites y quedar regulada como cualquier otra actividad. El derecho al honor y la intimidad es tan importante como el derecho a la integridad física. La agresión verbal tiene tantas consecuencias que se refleja en los diccionarios con diversos términos: acoso, insulto, amenaza, difamación… Todos ellos viajan ahora a la velocidad de las nuevas tecnologías. Al cabo de una sola jornada se han escuchado tantos improperios que se convierten de manera imperceptible en la banda sonora que acompaña nuestra digestión.

Ese nuevo universo visual está cumpliendo el cometido que durante siglos se reservaba a los libros: la posibilidad de conocer historias y épocas pasadas o de imaginar las futuras, personajes diversos y situaciones que nunca sucedían en nuestras vidas, pero que de alguna manera nos obligaban a reflexionar y tal vez planteaban enigmas dentro de nosotros.

Sin embargo, a diferencia de otros tiempos, ahora no podemos reflexionar con un mínimo de profundidad, porque el bombardeo de estímulos llega a nuestras retinas y desaparece sustituido por otro distinto en cuestión de segundos. Ese es el empacho al que aludía anteriormente: las imágenes, el vocabulario, las actitudes, ya no son objeto de reflexión ni descubrimiento de otras alternativas, sino que han venido a convertirse en nuestros puntos de referencia, sustituyendo la cortesía en agresividad, la firmeza en chulería, la reclamación en improperio y podría añadir cientos de paralelismos similares.

¿Han visto ustedes como hoy en día los jóvenes ya no ceden su asiento a los mayores?. ¿Han observado que nunca saludan a los vecinos cuando entran en el patio?. ¿Se han fijado que se introducen en las habitaciones sin llamar?. No hace mucho, estos pequeños gestos eran considerados fruto de una mala educación.

Tal vez estén de acuerdo conmigo en recuperar alguna de estas costumbres tan pasadas de moda, aunque sólo sea por el hecho de que resulten agradables e incluso beneficiosas para una buena convivencia. ¿Pero a quien corresponde enseñar normas elementales de urbanidad?. ¿Debemos delegar en la escuela?.

Francamente, mientras no exista una ética común que respetando la libertad de expresión respete al mismo tiempo ciertas formas, cualquier otra medida será un pequeño remiendo. Lo digo convencida, la violencia gratuita que observamos en el cine o la televisión ha dado lugar a un mimetismo de actitudes en nuestra sociedad y ningún profesor o padre puede rivalizar con ellas.

Si pedimos educación en valores, sepamos también fomentarlos desde todos los ámbitos de la vida, impliquemos a toda la sociedad: padres, educadores, artistas, escritores, periodistas… Aceptemos todos al menos un mínimo de normas que pongan freno a la expresión sin límites. Porque mucho me temo que la bendita libertad de expresión se ha convertido en la puerta abierta para todo tipo de bazofia y cuánto más impactante mejor. Y eso señores, no es libertad, es deseo de subyugar al espectador, de conseguir cuotas de audiencia dóciles.

Por ello considero necesario que la famosa comisión de sabios establezca límites razonables y exija a los profesionales de los medios que respeten ciertas normas. A los ciudadanos, desde nuestras casas, sólo nos queda el recurso de desconectar el televisor. Tal vez si nos tomamos tiempo para reflexionar consigamos vislumbrar alguna salida. Y aunque la escuela tenga una responsabilidad educativa, no olvidemos que LA EDUCACIÓN -así en mayúsculas- no puede circunscribirse a un solo ámbito.

Fuente/Autor: Carmen Bellver Monzó | Fuente: Catholic.net

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